Un homicidio cualquiera

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Texto por: Andrés Felipe Solano

Año: 2006

Poco antes de la medianoche de un viernes, mientras bajaba de una loma del barrio los laches de bogotá, fue asesinado un hombre a quien llamaban el flaco.

El poder de la muerte es único y no tiene medida. Nos iguala a todos en un parpadeo, pero llega cuando quiere. Su reino es democrático y despótico a la vez. Pregúntenle al Flaco. Ahí está, envuelto en su bolsa negra de polietileno sobre una bandeja de metal, al lado de dos viejitas atropelladas por una buseta con el costillar abierto como un acordeón, y un taxista con un tiro limpio debajo de la axila, dos pantalones, uno debajo del otro, quién sabe por qué, y el último aliento grabado en la cara.

Lleva un día entero en Medicina Legal. Llegó el sábado antes del almuerzo. Evangelista y Marta, del CTI, lo trajeron en una camioneta tras una larga madrugada de papeleo en la Unidad de Respuesta Inmediata de Paloquemao. Allá quedaron las dos muchachas que reclaman su corazón, ahora que es una víscera más, y el mensajero de la muerte, el sospechoso, el que al parecer le disparó el viernes pasada la medianoche, mientras venían bajando por una empinada loma de Los Laches.

Veinte horas lleva junto a las viejitas medrosas que habrían cambiado de acera con solo ver su sombra. No digo la cara, pues no sé cómo es. Desconozco si es narizón o si tiene los ojos muy separados, y eso que lo acompaño desde que lo hallaron en un descampado y la policía del Guavio dio la noticia criminis al CTI por radioteléfono. No digo que le he visto la cara, pues la costra de sangre que la cubre es gruesa y la luz de esa noche, escasa. No hay caso, le toca esperar un rato a que el médico forense y el auxiliar técnico se ocupen de sus restos. En la lista de trabajo, escrita en un tablero blanco ubicado en una esquina de la sala de necropsias de Medicina Legal lo antecede una muchacha ahorcada vestida con la sudadera del colegio.

Jesús, jefe de laboratorio del CTI, fue el encargado de levantar al Flaco, bueno, de deslizar su cuerpo hasta ponerlo sobre la bandeja de metal en la que yace. Llegó con su equipo a la escena del crimen antes de la una de la mañana. Los policías que atendieron el caso tenían acordonado con cinta amarilla el lugar, una antigua cancha de tejo rodeada de pinos, al pie de una colina con el pasto crecido, no muy lejos de La Peña, un sector en los cerros surorientales con una fama de trampa mortal al que solo le gana el palo del ahorcado, en Ciudad Bolívar. Desde la iglesia del barrio Egipto hasta la cancha de tejo, la camioneta en la que se moviliza gastó diez minutos subiendo por entre calles, curvas y casas con pisos construidos en épocas y materiales distintos,.

Los hombres de Jesús visten de negro. El único que no es el investigador, quizás para no amedrentar a los testigos a la hora de tomar las declaraciones in situ. Una chaqueta larga, cigarrillos y una libreta lo acompañan. Mientras interroga a los testigos —entre ellos, la novia del muerto—,

el topógrafo mide con un metro el lugar, la posición del cadáver con respecto a los cuatro puntos cardinales, las evidencias encontradas: una cachucha blanca, un reloj Casio, un revólver que al parecer era del finado. Por su parte, Jesús recorre con una linterna cada centímetro cuadrado de la colina buscando otras evidencias, algún casquillo que ate el homicidio al sospechoso que detuvieron. A unos diez metros del cuerpo hay una mancha de sangre, que en la noche parece aceite quemado. El rastro describe un camino en zigzag hasta el muerto. El tipo está recostado sobre un tejado de lata, con las piernas estiradas y la cara al cielo, como un muñeco de año viejo a la espera de que le prendan fuego. Uno podría decir que lo acomodaron. O que a lo mejor se le acabó el aire y no pudo seguir más y que ahí, sentado, lo ultimaron. O que se alcanzó a subir al techo y desde ahí respondió a los tiros del que lo perseguía desde hacía varias cuadras, cuando tuvo que salir volado de una tienda. Que se le acabaron las balas y recibió con las manos abajo un balazo que lo derrumbó y en su caída se vino abajo el tejado de lata. Conjeturas nacidas de una noche lenta y fría que solo los peritos podrán esclarecer. Ellos no saben, no sabrán jamás que le decían Flaco.

Después de peinar el lugar, el jefe le da entrada a Sandra, la fotógrafa. Al lado de cada evidencia ponen un número negro sobre acrílico amarillo y toman una foto. El flash ilumina el sitio por segundos. Abajo se ven las canchas de tejo derruidas, otras manchas de sangre, una cagada de perro, los restos de una mandarina. Jesús guarda las evidencias en bolsas de plástico individuales. Por cada una cambia de guantes para no contaminarlas. La provisión mínima para cada turno de doce horas es de cuarenta pares de guantes. Hoy lleva seis, talla 8 1/2.

Por último, se ocupan del número uno, el cadáver. Son las tres y el viento que baja de la montaña quema. De no ser un sitio donde vienen a parar los cadáveres del barrio, el lugar sería un agradable mirador. Bogotá se ve a lo lejos, titilando inocente, como si el año pasado no hubiera arrojado 1.689 homicidios. Por fin la linterna de Jesús lo alumbra. Un coro de gallos rompe a cantar. Cada vez se suman más. Cuando llega a la cara del muerto son como una docena. Es joven y está rapado. Jesús lo describe, Sandra anota. Hablan de pendientes de 90 grados y posiciones cubito dorsales. Le toman fotos, un estudio completo. Después le recubren las manos con papel y las envuelven en bolsas. Este procedimiento se conoce como embalaje y todos los cadáveres relacionados con muertes por arma blanca o de fuego pasan por él para que las muestras biológicas y de pólvora no se pierdan.

Lo ideal sería meterlo en la bolsa plástica de una vez, pero la oscuridad no se lo permite. Deciden sacarlo en la bandeja de metal hasta la calle. Lo acuestan con relativa facilidad. El rígor mortis apenas está apareciendo (se empieza a dar a las seis horas, a las doce se extiende a las extremidades y a las veinticuatro el cadáver completo está como una paleta. Solo a las treinta y dos horas del deceso, el muerto recupera su antigua flacidez. Noticia criminis, in situ, rígor mortis. El latín vive en las formalidades del derecho y de la muerte. Lo sacan entre tres. Antes le cruzan las piernas para que los gases que despide al ser manipulado no los ahoguen. Los espero arriba, al lado de un poste. Lo depositan en el pavimento. Mientras descansan veo cómo el aire que quedaba en el cuerpo hace que se formen bombas de sangre en su nariz. El fenómeno es aterrador, parece como si respirara. Además tiene los ojos abiertos.

Jesús acaba la descripción a la luz del poste. Menciona los impactos. Dos en la cabeza, uno visible en el occipital izquierdo, con orificio de salida. Busca el otro con sus guantes alrededor del cráneo. No haya el hueco por donde salió. Podría tener uno más en el pecho. Lo deduce por la abundante sangre en la camisa. Si existe, es tarea de Medicina Legal descubrirlo. Ahora los bolsillos. En el derecho tiene un billete de diez mil pesos arrugado. En el izquierdo, uno de cinco mil y ciento cincuenta en monedas. Anotan en el acta. Si no es falsificada, la plata perteneciente a los cadáveres se convierte en depósito judicial y va a las cuentas bancarias existentes para tales efectos. Si es moneda extranjera, a un depósito en el Banco de la República. Con tantos muertos esas cuentas deben ser gordísimas. En el bolsillo de atrás tiene la billetera. Sacan la cédula y la guardan en un bolsa. Lo demás se lo devolverán a la familia. Listo, ahora sí, a meterlo en el plástico negro. Lo sientan y deslizan la bolsa de bioprotección desde la cabeza hasta los pies. Desde la esquina los putean. La novia pide respeto. "No es una cosa, malparidos". Bueno, en parte sí, es un cuerpo sin vida, una especie de cómoda con muchos cajones donde los investigadores buscarán las pistas para aclarar su muerte. En parte no, es el Flaco. Así le grita la mamá que llegó en un taxi y pasó por debajo de la cinta dando alaridos de dolor. Antes de llegar hasta su hijo, los policías la atajaron. Se desmayó en sus brazos, en mitad de la calle.

La diligencia está llegando a su fin. Son las cuatro y media de la mañana. Hay que esperar la paletera, el carro del CTI donde transportan la mitad de los muertos de la noche. La otra mitad le corresponde a la Sijín. A las cinco, con el cielo despejado, promesa de un buen clima, meten en una camioneta la bandeja de metal donde va uno de los dieciséis muertos de esta noche de viernes en Bogotá. Los testigos se dispersan. Al despedirse sale niebla de sus bocas. La noche se acaba con un último coro de perros.

El Flaco cumple con todas las estadísticas. Por cada doce hombres asesinados muere una mujer por esta causa. El 88,5% de los homicidios fueron cometidos con arma de fuego; el 50% se presentó en la vía pública; el 69%, en zonas urbanas, la mayoría entre las 18 y las 24 horas. Los hombres entre los 18 y los 24 años ocuparon el segundo rango de edad más vulnerable. ¿Quién era el Flaco? Esta es su ficha: hombre joven, asesinado a bala en una calle, cerca de la medianoche. Se sospecha que fue un ajuste de cuentas. Cargaba un revolver. Era hombre muerto.

Por la claraboya de la sala de necropsias entra una agradable luz. Es domingo y hace sol. La gente se prepara para un largo almuerzo en la casa, un ajiaco o un lomo de cerdo al horno. Algunos saldrán de la ciudad a buscar un asadero y unas fresas con crema a la orilla de la carretera. No es el caso de los cuatro médicos forenses que hoy están de turno. Tendrán que atender por lo menos cuatro cuerpos para no represar las entregas. Para el lunes quedan los que acaban de traer: un niño, una señora entubada, con esparadrapo en los brazos, y un cincuentón de bigote cano con una puñalada en el pecho y un mordisco en la entrepierna. Lo encontraron sin pantalones, dentro de su carro, en el garaje de su casa. La doctora encargada de las pruebas dentales no puede creerlo. Hace rato no veía un indicio tan claro de un crimen sexual (el mordisco es redondo, entre apasionado y violento). Sale corriendo a buscar una sustancia para rescatar restos de saliva.

El doctor Gómez, el más veterano de los forenses, toma un expediente de 42 páginas que Coral 15 y Saturno 11 llenaron con los datos referentes a un asesinato. Lo ojea con cuidado antes de asomarse al cuerpo. Pide que lo trasladen a una sala alterna para explicarme en detalle lo que se dispone a hacer. Dos tapabocas y una caja de chicles de menta que me obliga a respirar por la boca mantienen a raya el olor de la cadaverina, la amina alifática que se produce en la degradación de las proteínas y que causa el hedor de los cadáveres. Pablo, el auxiliar técnico asignado, que además de llevar traje quirúrgico tiene un casco con protector de plástico transparente y un peto amarillo, pasa la bolsa de plástico negra de la bandeja metálica a una cama de cemento por la que circula un poco de agua. Cuando el doctor da la orden, la abre. Hace un día entero que no lo veía. Anoche soñé con él. Estaba parado de espaldas en la colina donde lo mataron, rodeado por una docena de perros y gallos. Pablo empieza a quitarle la ropa. La describe pieza por pieza, con la marca. El doctor anota. La van guardando en una bolsa. Una vez desnudo buscan cicatrices, señales particulares (vello axilar escaso, barba incipiente). Tatuajes y joyas (dos aretes en la oreja derecha y un escapulario en cada tobillo). No tiene ningún tiro en el pecho, como pensó Jesús. Ahora, el cráneo. Ubican los disparos. Uno entró arriba del puente nasal. El orificio es diminuto si se compara con el de salida. Está abombado y tiznado, lo que quiere decir que el tiro fue a quemarropa. Llaman a balística y hacen una prueba con acetona y un papel filtro en el otro disparo. Después de sacar una impresión del lugar aplican un reactivo sobre el papel. Pequeñas partículas de pólvora se ven diseminadas. Presencia de tatuaje, dicen los doctores al tiempo (disparo a distancia muy corta). Revisan si existen señales de pelea, heridas. Nada. Después, Pablo le corta las uñas con unas tijeras, una por una y por un momento pienso en lo extraño que se ve este manicurista post mórtem. Las guarda en tubos de ensayo. Un fotógrafo de medicina legal ha estado documentando todo el proceso. Llega la auxiliar de necrodactiloscopia. Le toma cuatro pares de huellas, dos irán a los archivos de la Registraduría, las otras al de Medicina Legal. Ahora son cuatro personas con el propósito de encontrar al asesino de un hombre que a lo mejor le daba lo mismo estar vivo que muerto.

Están listos para lavarle la cara, para quitarle la costra que lo ha ocultado todo este tiempo. El agua de una manguera y un trapo le devuelven el rostro. Es mucho más joven de lo que creí. Tiene un único mechón de pelo. Es largo y le sale de la frente. El doctor se queda mirando algo muy extrañado. Justo debajo del tiro frontal tiene tatuada una cruz en tinta azul de un centímetro. El asesino lo conocía, lo vio mil veces. Sabía que tenía que pegarle el tiro ahí, en la seña que se hizo. Al tatuársela escogió el sitio por donde entraría la bala. Esa fue su única decisión, su pequeño acto de emancipación ante la muerte. Ella va a llegar cuando le dé la gana, sin avisar, pronto, eso sí. Yo por lo menos le voy a marcar el camino.

Lo demás es trabajo pesado. Tienen que recuperar la bala que no salió. Mandan a tomarle una radiografía para localizar el proyectil. Cuando regresa de rayos X, Pablo hace una incisión en la frente con un escalpelo y le retira el cuero cabelludo. Con la placa descubren dónde está alojado. Abre el cráneo con una segueta y retira la tapa o calota. Realizan un corte rápido y sacan el cerebro, una víscera más, como su corazón, antes la central nerviosa que tuvo potestad sobre un cuerpo, ahora amarillento, rodeado de gente que no conoció en vida. El doctor dictamina laceración del encéfalo por arma de fuego. Sobre una tabla traza la trayectoria, ayudado por una varilla delgada. Por fin extraen la bala. Me la muestran. Es de plomo, como la mayoría con las que se matan los colombianos. La razón: son baratas. Una pinza la sostiene. Está destrozada pero las pequeñas estrías que dejó el cañón del revolver serán claves para un cotejo balístico.

Pablo se pone a trabajar con las entrañas. Tuvo que hacer una incisión en Y sobre el esternón para sacarlas en una sola pieza, que va desde la lengua hasta el recto. Las revisa y las guarda en una bolsa roja con avisos de peligro, que volverá a meter en el cuerpo antes de coserlo en escasas puntadas con una aguja de quince centímetros e hilo de cáñamo grueso. En la funeraria, cuando lo arreglen, se encargarán de ellas.

Lo último que debe hacer es tomar una muestra del humor vítreo. Esta masa gelatinosa en el globo ocular, detrás del cristalino, es la más confiable a la hora de rastrear drogas o alcohol. La jeringa hundiéndose en el ojo termina por derrotarme y la cadaverina hace rato que inunda mis fosas. Me ataca un rapto claustrofóbico y estoy pensando de más en un muerto que no es mío. Salgo de la sala. En el corredor hay más cadáveres. Un bebé, otra mujer con la cara amoratada. Su marido la mató a golpes.

Mi primer muerto era muy parecido al Flaco. Un joven ladronzuelo, con los sesos regados sobre una acera, detrás de una fila de busetas, cerca a Corabastos. Lo vi el día en que acompañé a un reportero judicial en su ronda habitual. Con los dos me soñé la siguiente noche a la que murieron. El ladronzuelo corría sin parar, el Flaco estaba en una colina, de espaldas, rodeado de un montón de perros y gallos. No se oían disparos, lo que me hizo pensar que descansa en paz.


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