Lazos de sangre

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Texto: Alberto Salcedo Ramos

Año: 2008

Si Edinson y José Atilano Márquez hubieran sido argentinos y futbolistas, quizás uno jugaría en Boca y el otro en River. Sin embargo, nacieron en una abandonada población colombiana y, por falta de oportunidades y para protegerse, les tocó convertirse en combatientes de bandos enemigos: uno en las filas de la guerrilla y el otro en las de los paramilitares. Su historia es una metáfora de la guerra en Colombia.

Cuando Edinson Márquez compareció en el campamento central del frente guerrillero Resistencia Guamocó, en marzo de 2005, estaba muerto del susto. Sabía que un llamado perentorio del comandante a tan altas horas de la noche, era indicio de que ocurría algo muy grave. Y así lo confirmó en cuanto llegó a la cita y se encontró con la mala noticia de que José Atilano Márquez, su hermano mayor, se había incorporado a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Edinson, reclutado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) dos años atrás, sabía de sobra que cuando los combatientes tienen parientes cercanos en el bando enemigo, son sometidos a una fiscalización inclemente. Por eso consideró normal la actitud recelosa del jefe, que le exigió enumerar las razones por las cuales su hermano fue a parar a ese grupo armado, y luego aclarar por qué ocultó un dato tan importante. Edinson entendía que la respuesta más urgente era la segunda. Así que la abordó de entrada: ¿cómo iba a contar la situación de José Atilano, si apenas en ese momento —lo juraba por la cruz de Cristo— estaba conociéndola? Además, la comunicación con su familia se encontraba rota desde el día en que él llegó a las FARC. Si debido a la guerra había perdido el rastro de su madre, la persona a la que más quería en el mundo, era lógico que también ignorara el destino del resto de su parentela. En cuanto al primer punto —agregó con voz firme— la contestación también se caía de su propio peso: él carecía de la información necesaria para explicar la decisión de su hermano.
El jefe movió la cabeza en señal de aprobación. Sin embargo, Edinson vio con claridad que no existían motivos para tranquilizarse. A partir de ese momento —se dijo— sus días en el monte se volverían tortuosos. Ser objeto de desconfianza en la guerrilla le crispa los nervios al más templado. Genera zozobra, desestabiliza. Y hay algo todavía peor: en la práctica, esa suspicacia de los superiores es una guillotina que pende constantemente sobre la cabeza de la persona vigilada. Cualquier actitud dudosa puede precipitar la caída letal de la cuchilla contra el cuello. Estar en entredicho es como estar muriéndose: sometido al escrutinio hostil de su comandante, el sospechoso tiene ya aspecto de culpable. A menudo es sentenciado a fusilamiento sin derecho a apelación.
En medio de la angustia, lo único que le proporcionaba a Edinson un poco de alivio era el hecho cierto de que él, definitivamente, no tenía nada que ver con la decisión de José Atilano, y tampoco había cultivado jamás ningún tipo de relación indebida con “los paracos” —como se les llama en Colombia a los grupos paramilitares de extrema derecha—. Cualquiera que hurgara sus andanzas comprobaría que, en ese sentido, él era un guerrillero íntegro. El problema era otro: Edinson, que entonces se encargaba de cobrar las extorsiones en la región, solía exigirles a los ganaderos y empresarios cantidades superiores a las establecidas por el campamento central, para robarse el excedente. Gracias a la buena reputación de que gozaba al interior del grupo, podía permitirse tamaña infracción sin correr peligro, ya que nadie andaba detrás de él revisando sus acciones con lupa. Pero a partir de aquella noche de marzo de 2005, seguramente habría muchos ojos fisgones siguiéndole los pasos. Edinson era consciente de que si se descubrían sus fraudes, moriría ametrallado contra una empalizada o colgado en la rama de un cedro.
En esas cavilaciones se encontraba cuando oyó la voz del comandante.
—¿Usted sabe lo que le tocaría hacer si algún día se tropieza con su hermano?
Edinson enterró la mirada en el suelo. Se quedó callado. Así permaneció —calcula— durante unos diez segundos. De pronto, el comandante lo tomó por los hombros y lo sacudió con fuerza. Esta vez la conminación fue más cortante.
—¡Conteste, carajo! ¿Lo mataría o no lo mataría?
Entonces, por fin, Edinson levantó la mirada y asintió con la cabeza. El comandante también movió el rostro en sentido afirmativo. Luego, con un ademán despectivo de la mano, le ordenó que se retirara.
Esa noche, en su “guindo” —carpa, en jerga guerrillera—, Edinson se volvió un amasijo de espantos. Temía que probaran su lealtad exigiéndole ir vestido de civil a su casa paterna, cuando José Atilano se encontrara de descanso, para acuchillarlo por la espalda. Se figuraba un combate a campo abierto en el cual tanto él como su hermano iban en las filas delanteras, y apenas se topaban se disparaban mutuamente. Cada idea que se le cruzaba por la mente era más terrorífica que la anterior: se imaginaba decapitaciones, descuartizamientos, rostros desfigurados, cadáveres hinchados flotando en un río. Hubo un momento en que se le apareció el rostro de su madre bañado en llanto. En la pesadilla lloraba él también, abrazado a su hermana Darlys. Edinson desvariaba despierto, pues la fiebre que padecía desde hacía varios días, consecuencia de una severa leishmaniasis, le impedía conciliar el sueño. Le pesaban los párpados, le trepidaban las sienes. Palpó con intranquilidad la úlcera que tenía debajo del codo izquierdo, donde le había picado el bicho que le transmitió la enfermedad. Era una llaga hedionda y llena de babaza. Al tocarla, Edinson sintió una punzada en todo el brazo. Pensó en la posibilidad de sacar su navaja suiza y rebanarse de un solo tajo el pedazo de piel infectada, pero le faltó valor. Se decidió, entonces, por la misma cura ordinaria que aprendió un año atrás, cuando sufrió leishmaniasis por primera vez: se embutió en la herida la pólvora que le extrajo a una bala de su fusil y, a continuación, le prendió fuego con un fósforo. Para resistir el dolor, mordió un trapo enrollado.
Minutos después, mientras se envolvía en una manta gruesa para sudar la fiebre, se preguntó si tendría algún sentido seguir en la selva. Sobre el particular, dedujo que su suerte no le importaba a nadie en la guerrilla. Si el comandante del frente lo había hecho salir de su rancho a media noche, a sabiendas de que llevaba varios días enfermo, fue porque juzgó que él no se merecía ni la más mínima consideración. El menosprecio resultaba insignificante comparado con los riesgos que correría en el futuro. ¿Valía la pena asumirlos? La respuesta se le antojó negativa. Además, él contaba apenas dieciocho años. Podría conseguirse una buena oportunidad de trabajo en otro lugar, donde los zancudos no se ensañaran en su contra, donde la muchacha que le gustaba no fuera “ranguista” —es decir, de esas que sólo se fijan en los guerrilleros de alto rango— y donde nadie lo obligara a matar a ninguno de sus hermanos. Aquella noche, la más larga de su vida, Edinson empezó a planear su retiro de la guerrilla. Sabía que el jefe le negaría la baja y que, en consecuencia, le tocaría desertar a la brava. En ese lance se jugaría la cabeza —se dijo— pero prefería morir como un traidor de las FARC antes que matar a un hombre salido del vientre de su propia madre.
***
Aquella tarde de mediados de 2005, diez hombres armados del Bloque Central Bolívar, perteneciente a las AUC, caminaban por un sendero fangoso. Pretendían apostarse antes del anochecer en las inmediaciones de un barranco, por donde, según se rumoraba, solían transitar milicianos del Frente Cimarrones del Ejército de Liberación Nacional (ELN). La idea de los paramilitares era ocultarse en el follaje, para ametrallar a mansalva a los guerrilleros en cuanto asomaran sus narices por aquel paraje. A sus treinta años, José Atilano Márquez, uno de los patrulleros comisionados para dar el golpe, participaba por primera vez en una tarea de combate. Lo hacía por razones de fuerza mayor, debido a que varios integrantes del bloque con experiencia en este tipo de misiones bélicas, habían sido enviados a custodiar la finca en la cual se refugiaba un poderoso cabecilla nacional de las AUC. Cuando se normalizara la situación, volvería al cargo de cocinero, que ostentaba desde el momento en que ingresó al grupo, en febrero de 2005. Pero aquella tarde no se encontraba allí para sazonar las ancas de una novilla, sino para disparar contra un lote de combatientes enemigos. A medida que la fila se acercaba al sitio convenido, Márquez se sentía más asustado. Temía tropezar con una de las muchas minas antipersonales que, según se decía, estaban sembradas en la zona. Por eso marchaba en la parte de atrás, evitando pisar en los bordes de la trocha.
José Atilano Márquez apreciaba su papel de cocinero. Ante todo, porque en esa posición, prácticamente, resultaba imposible que se enfrentara a Edinson, su hermano menor, vinculado a las FARC desde hacía dos años. Mientras permaneciera resguardado en el rancho, existían escasas posibilidades de que muriera en combate o destrozado por una mina terrestre. Además, frente al fogón era invisible tanto para la guerrilla como para la población civil, y él sabía muy bien que, en la guerra, mostrar la cara equivale a poner el pecho en la mira de los enemigos. El combatiente reconocible se granjea un montón de odios que lo vuelven vulnerable. Y encuentra problemas por donde quiera que se mueve: encargos complicados, presión de los jefes, dificultades en el terreno. El temperamento apacible de Márquez no le permitía resistir tales apremios ni se compadecía con las atrocidades del conflicto. Por eso, él se sentía mejor revolviendo el sancocho con el cucharón que alineado en aquella caravana que se aprestaba a tenderles una emboscada a los guerrilleros. La tropa continuaba su marcha por el atajo encharcado, bajo las primeras sombras de la noche.
Dos días atrás, cuando se enteró de que participaría en la operación contra el ELN, José Atilano fingió serenidad aunque se ahogaba de miedo. Esa noche se agolparon en su memoria varias de las escenas dantescas presenciadas por él desde cuando arribó a las AUC. Recordó, por ejemplo, la tarde en que trajeron a un combatiente levantado en andas, debido a que una bomba le había descuajado los testículos. Recordó al paramilitar que cortejaba a las mujeres de sus compañeros y que una mañana, misteriosamente, apareció muerto en su catre con un clavo enterrado en la frente. Recordó también algunas de las historias de horror contadas por los patrulleros mientras almorzaban en el rancho: la del viejo ganadero que, por resistirse al chantaje, recibió un castigo bárbaro: primero le arrancaron las plantas de los pies y luego lo obligaron a caminar sobre la arena caliente. La del ladronzuelo al que le extirparon los ojos por robarse unas gafas de sol. La del profesor que fue forzado a comerse veinte barras de tiza, supuestamente por incitar a sus alumnos al comunismo. De todos esos relatos, el que más impresionaba a José Atilano era el que detallaba los trucos que utilizaban los verdugos para impedir que las víctimas fueran identificadas: les rajaban las barrigas con un cuchillo de carnicero, les sacaban las vísceras, las rellenaban con piedras, las cosían con agujas de enfardelar costales y, al final, las arrojaban al río. De ese modo garantizaban que los cadáveres se hundieran hasta el fondo. Cuando salían a flote, muchísimos días después, estaban lacerados por los mordiscos de los peces y eran irreconocibles.
La tarde no había terminado de oscurecerse cuando los hombres armados del Bloque Central Bolívar llegaron al barranco en el que se iban a parapetar para sorprender a los guerrilleros. De repente, mientras se aprestaban a tomar sus posiciones, fueron acometidos por una ráfaga de plomo.
—¡Caímos en una trampa! —gritó alguien, angustiado.
—¡Al suelo, al suelo! —exclamó otro compañero.
Después, José Atilano no oyó más voces sino únicamente el tableteo de las ametralladoras. Entonces, por puro instinto, se arrojó a una cuneta. Allí permaneció acurrucado en posición fetal durante varios minutos. Cuando cesaron los disparos, siguió tirado en el piso, inmóvil. Temía que todos sus compañeros hubiesen sido exterminados y él fuera el único sobreviviente. ¿Qué haría en ese caso?, se preguntó. ¿Para dónde se iría? ¿Y si los francotiradores continuaban agazapados en la espesura, esperando que él asomara la cabeza para desbaratársela a punta de balazos? De cualquier modo, Márquez salió de su escondite. Y se encontró con un panorama menos malo de lo que presumía: sólo dos de sus camaradas estaban heridos, el uno en un tobillo y el otro en una mano. Este último, que apenas contaba dieciséis años, sangraba copiosamente y soltaba unos alaridos de espanto. Tenía la mano triturada, como si la hubiese metido en un molino eléctrico. Murió al poco tiempo, desangrado. Fue sepultado allí mismo, en una fosa improvisada al pie de un almendro. El otro lesionado fue cargado en andas hasta el campamento. Esa misma semana le amputaron la pierna y, meses más tarde, le instalaron una prótesis.
Márquez pasó la noche en vela. Estaba aterrado, triste. Quería desertar pero sabía que le faltaban agallas para dar ese paso. Fugarse equivalía a firmar su sentencia de muerte. Mejor —se dijo— aguantaba hasta donde le fuera posible. Por fortuna, el comandante del bloque le había asegurado que jamás lo enviaría en una misión en la que existiera el riesgo de tropezarse con su hermano guerrillero. Esa noticia le procuraba un cierto alivio. Pero entonces recordó al muchacho de dieciséis años al que vio desangrarse con la mano vuelta añicos, y sintió que definitivamente sería incapaz de resistir tanta angustia.
***
Ana Toribia Martínez, la madre de José Atilano y Edinson Márquez, aparenta por lo menos diez años más de los 64 que tiene. Su cabello ralo y entrecano, trincado en la coronilla con una peineta de carey, luce maltratado. Ella lo acicala de vez en cuando con los dedos de la mano derecha. Se ve postrada, ojerosa. Lleva un traje gris de popelina ceñido a su cuerpo enjuto. Pies descalzos, uñas rocosas, talones cuarteados. Mientras camina por el patio colmado de limoneros, guayabos ácidos, mangos y cocoteros, se queja de lo mala que ha sido su vida.
—Mala, señor, mala —remacha después, al tiempo que arranca una hoja de limón.
Ahí donde la ven, dice, el único alimento que ha consumido hoy es un café con leche que le regaló la vecina. ¡Y eso que ya son las tres de la tarde! Lo peor es que ignora cuándo volverá a probar bocado, porque aún restan muchos días para que a Edinson y a José Atilano les llegue la ayuda que les da el gobierno por haberse acogido al programa de reinserción a la sociedad civil. Le tocará matar otro pollo, agrega con resignación. Y en seguida se dedica a masticar la hojita que le arrancó al limonero. Ana Toribia cuenta que en el pasado llegó a acumular en su patio hasta cien pollos de engorde. Los cebaba con el afrecho que le obsequiaban varios tenderos del pueblo y, cuando crecían, los sacrificaba y los vendía despresados. No se volvía millonaria pero por lo menos aseguraba el cubrimiento de sus gastos básicos y, además, adquiría una nueva camada de pollos pequeños que le permitían garantizar la continuidad del negocio. Siempre estaba ocupada, siempre tenía ánimos para despertarse por las mañanas. En cambio ahora sufre mucho cuando, al amanecer, debe levantarse de la cama a luchar contra sus eternos problemas: el hambre, la falta de plata, las dolencias. Si contara siquiera con unos cincuenta pollos grandes —repite, obsesiva— haría un mercado que le alcanzaría para una semana. Pero en el patio solo le quedan veinte pichones flacos que con seguridad no le interesarían a ningún comprador. Así que seguirá comiéndoselos al menudeo hasta que se acaben. Después de eso, quién sabe qué pasará. Quizá su vida sea entonces peor de lo que ha sido, dice, con un gesto amargo. O quizá Dios se apiade de ella y le conceda otra oportunidad.
Ana Toribia agarra un cascajo del suelo y lo avienta contra sus tres perros, que están disputándose a dentelladas una blusa de bebé. Los animales se dispersan por el patio, largando una andanada de ladridos histéricos. Ana Toribia recoge la camisita, que quedó desgarrada y mugrienta, y la cuelga en una cuerda. A continuación informa que antes los ricos del pueblo le daban trabajo como lavandera, pues cuando ella lava —y no es por envanecerse, señor— la ropa se ve tan limpia que parece nueva. Pero ahora ya no la tienen en cuenta, dizque porque está muy vieja. ¿Acaso la ven tullida o manca? ¡Ella se echa encima un montón de oficios caseros, señor, desde cortar leña, que es cosa de hombres, hasta barrer y planchar! Ana Toribia cree —y lo dice con una mueca irónica— que sus antiguos patrones empezaron a apartarla cuando supieron que era madre de dos combatientes, uno de la guerrilla y otro de los paramilitares. La aislaron de un solo porrazo, como si la creyeran portadora de una peste contagiosa. O como si fuera ella la que cargara el fusil al hombro. Deberían saber, caramba, que los muchachos tomaron el mal rumbo a escondidas, sin consultarle, porque eran conscientes de que ella jamás los respaldaría. Si alguien ha padecido en carne propia las consecuencias de esa decisión, ha sido ella, precisamente: perdió la tranquilidad y quedó estigmatizada. Se volvió enfermiza, señor, con esa vida tan mala. Sufrió durante muchas noches interminables pensando que sus hijos podrían matarse entre sí o ser asesinados por cualquier otra persona. Aunque ambos salieron del conflicto y regresaron a la casa, los problemas continúan: ningún ex combatiente, por muy ajuiciado que esté, puede darse el lujo de andar por ahí libremente, porque la participación en la guerra deja unas enemistades feroces que perduran en el tiempo. Hasta ella, que jamás le ha hecho daño a nadie, se encuentra amenazada de muerte, pues en las FARC creen que indujo a Edinson a desertar. Así que sus días transcurren en medio del temor. Y, para colmo de males, siente un ardor en el estómago debido al hambre. En este punto regresa, porfiada, a una de sus primeras preocupaciones de la tarde:
—¡Cómo están de flacos esos pollos!
Ana Toribia camina ahora hacia la sala. Lo único parecido a un mueble que hay allí es el esqueleto de hierro de un viejo sillón de barbería. Apenas la armadura, carcomida por el óxido, sin fondo donde sentarse, sin espaldar. Hay, además, un televisor prehistórico en blanco y negro, montado sobre una mesa de patas torcidas que luce a punto de desmoronarse. Sobre el cascarón de una nevera inservible devorada por la herrumbre, reposa otro cachivache: el vaso de una licuadora desechada. Diríase que los utensilios de este lugar fueron encontrados entre las ruinas de un desastre antiguo. La casa cuenta tan sólo con dos alcobas: en la más pequeña duerme José Atilano y en la otra se amontonan como pueden Edinson, su mujer y su hijo Aldair, así como Darlys —la menor de la familia Márquez Martínez— su hijo Juan Camilo y la propia Ana Toribia. El cuarto de José Atilano es oscuro y tiene el techo repleto de goteras. Cuando llueve por la madrugada —advierte Ana Toribia— él debe salir corriendo a acostarse en el piso de la sala. La colchoneta, de poco espesor, baila de un lado a otro sobre las tablas, ya que es mucho más angosta que la cama. Siempre fueron pobres, dice, pero hubo un tiempo en que eso no era problema: vivían como custodios en una finca donde había todo lo necesario para la subsistencia: la leche, la yuca y, por supuesto, los pollos de engorde. Nadie sufría penurias, nadie andaba muerto de miedo. La situación empezó a cambiar una noche en que llegaron varios hombres armados buscando al dueño de la hacienda para matarlo. Los tipos regresaron al otro día y luego siguieron volviendo los días siguientes, siempre equipados con fusiles, siempre amenazantes. Algunas veces tendían sus hamacas para dormir la siesta en el rancho y hasta ordenaban que les sacrificaran una novilla del patrón para comérsela allí mismo, delante de los atemorizados anfitriones. Entonces, a Ana Toribia y a su prole no les quedó más alternativa que abandonar aquella tierra. Deambularon por varios lugares sin amañarse en ninguno, hasta que se establecieron en El Bagre, un pueblo del Bajo Cauca antioqueño, localizado a unos 280 kilómetros de Medellín, la capital del departamento.
En El Bagre, municipio de sesenta mil habitantes bañado por los ríos Nechí y Tigüí, la situación siempre ha sido peligrosa, como en las demás poblaciones del Bajo Cauca. La riqueza aurífera de sus tierras y el hecho de ser un corredor estratégico para el tráfico de drogas, convierten a esta región en el foco de una disputa sangrienta entre los grupos armados al margen de la ley. En el área operan frentes de la guerrilla de las FARC y el ELN y bloques de las AUC. Es común que ocurran asesinatos, balaceras o secuestros en la vía pública, incluso a plena luz del día. En esa atmósfera terrible donde la violencia es algo cotidiano, se formaron los nueve hijos de Ana Toribia Martínez con Ismael de Jesús Márquez. El marido, por cierto, no se amañó en El Bagre y por tal razón consiguió trabajo en otra finca, donde vive todavía. Desde cuando se fue, sus visitas al pueblo han sido esporádicas. Ana Toribia, por su parte, admite que sus ocupaciones como lavandera a destajo la obligaron a permanecer mucho tiempo ausente de su casa, justamente cuando los muchachos estaban creciendo.
Ana Toribia empieza a barrer el piso rugoso de la sala. Mientras arrastra con el escobajo una lagartija muerta, cuenta que José Atilano nació el 14 de enero de 1975. Desde pequeño ha sido callado y tranquilo, dice. Los amigos de infancia le rogaban para que saliera a divertirse con ellos, pero él prefería quedarse encerrado en el cuarto todo el día, distrayéndose con varias tapitas de gaseosa. Solitario, taciturno. Sólo asistió durante dos años a la escuela primaria. Allí jamás se metió en líos. Era tan medido que se negaba a jugar futbol en la clase de educación física, con el argumento de que se le podían dañar los zapatos y eso perjudicaría a sus padres, que eran muy pobres. En cambio Edinson, nacido el 19 de marzo de 1987, fue malgeniado y problemático desde chiquito. Cuando apenas era un bebé, armaba unas pataletas memorables cada vez que sentía hambre y no tenía a la mano su biberón. Se chupaba los brazos hasta llenárselos de moretones, berreaba como si lo estuvieran torturando. En primero elemental le enterró un lápiz en la barriga a un compañero que se burló de él. En tercero, su último año en la Escuela 20 de Julio, descalabró con una piedra a un chico apodado Curramba, que le había escondido una regleta. A diferencia de José Atilano, era indolente: extraviaba los bolígrafos, destruía los cuadernos. Lo cierto es que ninguno de los dos se interesó en el estudio. Y en el fondo, sus padres tampoco querían que ellos se ilustraran. Para la familia Márquez Martínez, como para tantas otras familias campesinas de Colombia, la educación es un proyecto demasiado azaroso: demanda una inversión muy grande de tiempo y dinero —piensan—, y nadie les garantiza que al final del proceso se vean los frutos. En cambio, la práctica de un oficio frecuente en la región —como el ordeño, o la conducción de lanchas, o la tala de malezas— produce unos resultados tangibles e inmediatos. Quien corta una carga de leña hoy, asegura en seguida el desayuno de mañana. Eso de pasarse veinte años gastando y sin cobrar, es un lujo que los pobres no se permiten, señor.
De modo que José Atilano y Edinson, así como los demás hijos de Ana Toribia, empezaron a sudar la gota gorda desde la infancia. Los siete varones arreaban ganado, alambraban tapias y buscaban oro en las riberas de los ríos. Y las dos hembras laboraban ocasionalmente como empleadas domésticas. Sin embargo, la situación en la casa seguía siendo lastimera, pues la paga de esas faenas temporales se evaporaba muy pronto entre tanta gente. Además, no siempre había trabajo para todos.
—Pasábamos mucha hambre, señor —dice ahora Ana Toribia, mientras recuesta el escobajo contra la pared.
Aparte de padecer los rigores de la miseria, vivían aterrorizados frente a la barbarie: un día era asesinado un político en el parque central y al día siguiente eran masacrados varios mecánicos en un taller de los extramuros. Los verdugos de cada bando bregaban por imponer a la brava sus códigos de guerra. El que controlaba el territorio con base en la fuerza, establecía las reglas de juego. Decidía, por ejemplo, a qué horas se cerraban los bares o qué tan largo debían llevar los chicos el cabello. Fijaba el monto de las extorsiones, ordenaba destierros. Estas acciones criminales se facilitaban debido a la negligencia del Estado. Cundían los secuestros, las venganzas, el sálvese quien pueda. La población civil, atrapada en el fuego cruzado, padecía, impotente, los atropellos aunque también sentía una especie de fascinación por los bárbaros. Los veía como héroes dignos de admiración por destacarse en aquel paisaje de seres derrotados. Al fin y al cabo, ellos se apartaron de la modorra reinante y se atrevieron a hacer algo para ganar su apuesta. Su proceder era ilícito, desde luego, pero se les abonaba el esfuerzo por intentar sobreponerse al fracaso que les tenían asignado como destino desde antes de nacer. Así empezaron a circular las historias más delirantes relacionadas con el supuesto bienestar del cual disfrutaban los integrantes de las guerrillas y de las autodefensas. Entonces, los muchachos necesitados de la región querían pertenecer a estas tropas irregulares y, de hecho, varios amigos de infancia de José Atilano y Edinson empuñaron las armas desde temprano. Lo que los jóvenes veían en esos grupos, primordialmente, era una posibilidad de empleo. Por eso se vinculaban a cualquiera de ellos sin detenerse en escrúpulos de tipo ideológico. Que eligieran uno u otro, en principio, era un asunto más bien aleatorio, ya que consideraban que todos les ofrecían lo mismo: un sueldo mensual a cambio de ejercer ciertas actividades delictuosas prácticamente iguales a ambos lados de la trinchera: protección de los cultivos de coca, expoliación de los hacendados, eliminación sistemática de los ciudadanos que supuestamente le colaboraban al enemigo. No existían reparos de conciencia en torno de lo dañinas que resultaban tales tareas, porque lo que prevalecía era un sentido comercial del conflicto.
Ana Toribia se aferra al marco de la puerta. Luce ensimismada, melancólica. Tras unos segundos de silencio, dice que, a su modo de ver, hubo dos acontecimientos que impulsaron a Edinson a meterse en las FARC cuando apenas contaba dieciséis años. El primero fue la muerte de Curramba, el amigo de infancia al que le había roto la cabeza en el colegio, quien era un muchacho correcto y lleno de ilusiones. Fue baleado erróneamente por un soldado oficial, mientras pasaba por el Batallón Juan José Reyes del Ejército Nacional. El otro fue una desgracia familiar. Wilson, uno de los nueve hijos de Ana Toribia, un joven de tan sólo veintiún años, quería sintonizar su programa favorito pero el televisor no funcionaba. Cuando trató de reparar el daño por su cuenta, quedó pegado a un cable eléctrico que estaba pelado. Su madre, que lo vio convulsionar y morir, afirma que en este mundo no hay ninguna vara capaz de medir el dolor que le produjo esa pérdida. Ella cree, además, que cuando el sepulturero del pueblo echó la última palada de tierra sobre el ataúd de Wilson, Edinson ya tenía cocinada su decisión de irse para la guerrilla. Se fue a escondidas, sin despedirse, sin pedirle siquiera la bendición. Y desertó tres años después —en 2006— justamente el mismo día que ella, después de una intensa campaña de averiguación para determinar dónde se encontraba, había ido a visitarlo. Para hablar con él —advierte, altiva— sacó a relucir su temple en un par de retenes guerrilleros donde intentaron cerrarle el paso. Ana Toribia cuenta que esa misma tarde, más o menos a las dos horas de ella haber regresado a El Bagre, Edinson llegó a la casa. Percudido, demacrado. De inmediato, lo tomó por el brazo y lo arrastró hasta El Batallón Juan José Reyes, para que entregara el fusil y solicitara protección.
—Me tienen amenazada y por eso me tocó botar el teléfono celular que me habían regalado. Yo parí a Edinson, señor, yo no se lo quité a ellos.
Lo de José Atilano es distinto. A ella aún le cuesta trabajo entender cómo un hombre va a parar a las toldas de las AUC a los treinta años, cuando ya debería saber dónde está lo bueno y lo malo de la vida. Sucedió —recuerda— en febrero de 2005, un sábado por la tarde, cuando ella estaba planchando ropa en una casa del barrio Laureles. Ana Toribia dice, con aire reflexivo, que tal vez su hijo mayor se aburrió de la mala situación y creyó que al volverse “paraco” encontraría una forma de aportar a la solución del problema. Quizá lo que ocurrió, simplemente, fue que se dejó engatusar. ¡Como al pobre le falta carácter y es de chispa tan retardada! En todo caso, señor, ella investigó dónde estaba instalado y fue a visitarlo un domingo. Por esos días el Bloque Central Bolívar de las AUC se encontraba gestionando con el gobierno su desmovilización. Sus integrantes depusieron las armas, finalmente, el 14 de diciembre de 2005, fecha en la cual José Atilano volvió a su casa.
Ana Toribia muestra una fotografía de bordes carcomidos en la cual aparecen José Atilano y Edinson. Tendrían, quizá, dieciocho y seis años, respectivamente, cuando fueron retratados. Están de pie a lado y lado de un arbolito de Navidad torcido, adornado con cintas rojas y borlas blancas. Apacibles, candorosos. Parecen conscientes de que entre ellos existe un lazo fraternal indestructible. Una ligazón de sangre y de sentimiento. Imposible descubrir en esta vieja foto algún anticipo del periodo de guerra que les deparaba el destino. Viéndolos en esa actitud tan entrañable, nadie pronosticaría que, por cuenta de un conflicto que ellos ni siquiera entendían, resultarían integrándose a bandos enemigos, enfrascados en una contienda que pudo haberlos forzado a matarse entre sí. El gesto de amistad que exhiben ante la cámara sugiere que pocos segundos después del disparo del flash se fueron juntos a bailar trompos en cualquier solar del pueblo. Quizá, si no les hubiese tocado en suerte un entorno desventurado y hostil, habrían sido siempre tan tranquilos como lucen en la foto. Si hubieran crecido en un lugar pacífico, estaríamos hablando ahora de diferencias civilizadas, como que el uno jugara en un equipo de futbol y el otro, en el equipo archirrival. El Boca y el River en Buenos Aires, pongamos por caso. O habrían sido botones de hoteles competidores, como el Palma Real y el Punta Leona en San José de Costa Rica. Pero como crecieron en uno de los lugares más empobrecidos y peligrosos de este país conflictivo, les correspondió rebuscarse el sustento en dos escuadrones rivales al margen de la ley. Eran las alternativas laborales que tenían a su alcance. Nadie les dio la garantía de que si se quedaban quietos al lado del arbolito de Navidad, estarían a salvo de la balacera. Entonces, en vez de sentarse a esperar que la guerra los matara, Edinson y José Atilano se metieron en la guerra para protegerse. Como hermanos, brotaron del mismo vientre. Y como combatientes, también tuvieron la misma madre aunque vistieran uniformes camuflados distintos: la falta de oportunidades. Unidos hasta la muerte como la uña y la carne.
***
Sesenta y tres de los sesenta y cinco ex combatientes que se encuentran en la Institución Educativa Esperanza, Amor y Paz, de El Bagre, militaron en las AUC. Los dos restantes fueron guerrilleros de las FARC. Ellos son una mínima parte de los 46 181 alzados en armas que, desde el año 2002, se han acogido al programa de desmovilización del gobierno colombiano, a través de la Alta Consejería para la Reintegración. Reciben un auxilio mensual que puede ser hasta de 510 mil pesos —unos 250 dólares— si participan en todas las jornadas psico-sociales y desarrollan competencias productivas en talleres de tipo técnico. Son las diez de la mañana de un sábado lluvioso. La semana que se está terminando ha sido particularmente difícil para este grupo. El lunes murió Berledys Ricardo a causa de un cáncer en el útero. Se fue a los treinta años, dejando huérfanas a tres niñas. Y el miércoles, en las afueras del pueblo, fue asesinado Richard Chimá. Ambos habían sido militantes de las AUC. De modo que hoy se percibe en la atmósfera una especie de duelo colectivo, agravado por un temor profundo: la pregunta inevitable que se plantean —sin rodeos, sin ambigüedades— es quién será la próxima víctima. Muchos de ellos reconocen que tienen deudas pendientes con el pasado y saben que en cualquier momento se toparán con los encargados de cobrárselas.
Acaso lo que más impresiona de contemplar a estos seres en los salones de clase, es su tremenda ignorancia. Abundan los analfabetos, los lerdos. Los que confunden la margen izquierda del cuaderno con la margen derecha, y dicen “padimento” en vez de “pavimento”. Entre los que saben leer, hay varios con problemas graves de comprensión de lectura. Algunos deletrean los textos como niños principiantes. Y cuando son conminados a escribir, garrapatean cada símbolo con una lentitud penosa. Empiezan la frase con una letra pequeña, pero a medida que avanzan en la escritura, la caligrafía se les va agrandando y descarrilando en el renglón, como si de repente el alfabeto, cansado de tanta torpeza, se encabritara y decidiera huir del tablero. Sorprende ver cómo estos hombres, tan seguros de sí mismos cuando se terciaban el fusil al hombro, tan solventes cuando consumaban sus atrocidades, palidecen ahora de impotencia frente al sujeto y el predicado de la oración. Uno de ellos hace una mueca de desconsuelo ante sus propios garabatos en el pizarrón, y otro luce asustado, como si creyera que las palabras estuvieran conspirando para lincharlo.
—Varios desconocían hasta lo más elemental cuando llegaron aquí por primera vez —advierte Roberto Carlos Rivero, uno de los pedagogos encargados de la enseñanza de estos reinsertados—. No es solamente que no supieran leer ni escribir —añade, categórico— sino que jamás en su vida habían tenido un lápiz en las manos.
Ahora, el profesor Edward Agámez escribe en el tablero varias palabras entrecomilladas: “respeto”, “tolerancia”, “civilidad”, “amor”, “humildad”, “libertad”, “honradez”, “derechos”, “deberes” y “solidaridad”. Paseándose de un extremo al otro del aula, las manos anudadas a la altura del pecho, pregunta el significado de cada vocablo. Silencio. Rostros aturdidos. Suspiros. Miradas enterradas en el piso. Un muchacho negro se dedica a tajarle la punta a un lápiz, cuyos residuos de madera van cayendo al suelo. Otro mira distraído a través de la ventana, por donde se ven, oblicuos, los hilos de la lluvia. Agámez continúa, entonces, su monólogo. Dice que esos conceptos son indispensables para proteger a la sociedad. Los explica de manera sencilla, pone ejemplos, habla de querer al prójimo. Su conclusión es que todos los términos que él apuntó podrían resumirse en uno solo. Y lo anota en el pizarrón con caracteres enormes: “valores”. ¿Alguien sabe qué es “un valor”? Otra vez el mutismo, la desidia. Pero de pronto, José Atilano Márquez, que está sentado en la parte de atrás, levanta la mano y arriesga una respuesta.
—¡Un valor es como el valor de la libra de yuca, que vale quinientos pesos!
Todos largan la risotada, salvo el autor de la frase, que parece desconcertado.
El profesor Roberto Carlos Rivero considera que existe una relación directamente proporcional entre la falta de educación de estos ex combatientes y el hecho de que hubiesen elegido ser mercenarios. Una buena instrucción les habría bastado para comprender, por ejemplo, que la guerra no les deparaba ningún futuro provechoso. Sí, de acuerdo, aseguraban un sueldo durante cierto tiempo, pero ¿en qué condiciones? A cambio de ofrecerse como señuelos en las trincheras, a cambio de envilecerse perpetrando monstruosidades en un conflicto degradado, a cambio de acumular enemigos por todas partes, a cambio de convertirse en parias mientras vivan. Muchos se encuentran ahora en las aulas en contra de su voluntad, sencillamente porque se trata de un requisito que se les exige para entregarles la ayuda económica mensual. Están allí como podrían estar donde el dentista si les doliera una muela. Obligados, abrumados. Qué bueno el estudio, compadre, dicen en los recreos, mientras aspiran el humo de sus cigarrillos o miran hacia el horizonte. En seguida, sin embargo, se preguntan si será posible obtener, a través de las clases, conocimientos que les permitan resolver sus necesidades. Tal vez —se responden— descubrieron demasiado tarde este nuevo camino. Algunos admiten, sin ruborizarse, que si no fuera porque el comando del bloque paramilitar al que pertenecían les ordenó retirarse —ya que así lo convino con el gobierno— ellos todavía andarían por ahí cometiendo sus tropelías.
Confesiones de este tipo —afirma el profesor Rivero— son preocupantes porque demuestran que muchos reinsertados, aunque hayan entregado los fusiles, siguen armados en sus conciencias. Por eso, entre otras razones, es supremamente difícil relacionarse con ellos. Acostumbrados a imponer sus deseos mediante la intimidación, no aceptan de buena gana las diferencias, ni entienden que los derechos de las demás personas también cuentan, ni respetan las reglas, ni son capaces de observar las más elementales normas de convivencia. Abundan los casos de agresividad. En el taller de escobas y traperos que se llevó a cabo durante los días en que el fotógrafo y yo estuvimos en El Bagre, un chico atrabiliario de aproximadamente veinte años se iba a liar a golpes con un cincuentón cascarrabias, sencillamente porque ambos sentían que no cabían en el mismo espacio. Se miraban con fiereza, se desafiaban de manera permanente, hasta que el mayor de los dos, un hombre de ojos verdes que en la actualidad se desempeña como moto-taxista, explotó y profirió a gritos un rosario de insultos. Ambos se cuadraron en seguida como gallos de pelea, y de no ser porque los compañeros intervinieron oportunamente para apartarlos, estarían aún intercambiando trompadas. Uno de los más violentos —informa Rivero— es, precisamente, Edinson Márquez. Una mañana apareció borracho en el colegio, y como no le permitieron entrar al salón en esas condiciones, pateó la puerta. En otra ocasión montó en cólera, debido a que llegó retrasado y el profesor le anotó la falta de asistencia en la planilla. A veces, cuando se demora el pago de la ayuda mensual, blasfema, manotea, amenaza con devolverse para el monte a “echar bala”. Aquí la rabia —lo confirman todos los personajes entrevistados— se encuentra siempre a flor de piel. Así lo atestigua la tutora psicológica de estos reinsertados, Shirley Díaz. Justo el día que arribó a El Bagre, procedente de Barranquilla, para tomar posesión de su cargo, fue testigo de un incidente bochornoso. Resulta que uno de los ex combatientes, para agasajarla en su debut, le regaló una manzana. A ella se le ocurrió usar la fruta en un ejercicio lúdico de presentación: cada persona que recibiera la manzana cerraría los ojos y, de inmediato, se la pasaría a su compañero más cercano. Mientras la manzana rodara de mano en mano, los jugadores tendrían que repetir la palabra “tingo”.
—Tingo, tingo, tingo.
En el momento en que la persona que permaneciera a ciegas gritara “tango”, todos deberían quedarse quietos como estatuas. Entonces, al hombre que había comenzado la ronda le correspondería tratar de adivinar, antes de abrir los ojos, quién tenía la manzana. Si acertaba, lo aplaudirían. Y si no, lo rechiflarían. Entre un juego y el otro, los participantes se presentarían, expondrían sus metas, saludarían a los demás.
—Tingo, tingo, tingo.
—¡Tangoooooooo!
Aquel día el pasatiempo transcurría de manera jubilosa, pero de repente, en el inicio de un nuevo ciclo, uno de los jugadores decidió morder la manzana. ¡Ahí empezó a arder Troya! El ex combatiente que se la había obsequiado a la tutora, comenzó a soltar una retahíla de improperios, mientras caminaba en actitud de justiciero hacia el lugar donde se encontraba el responsable de la ofensa. Esa vez los conciliadores no lograron impedir que los dos gallos de pelea se zumbaran a sus anchas. Lo cierto es que con mucha frecuencia, bien sea que estén de juerga o en cumplimiento de sus quehaceres, estos reinsertados actúan como si se creyeran ungidos de un poder especial para castigar a los irrespetuosos que andan mordiendo los frutos prohibidos. Arbitrarios, soberbios. Al igual que esas bacterias que se incuban en la carroña, ellos medraron como parásitos entre los desechos de un país paupérrimo y enfermo de intolerancia. Aislados en la abandonada periferia, desheredados por las elites excluyentes del centro que administran el poder, aprendieron a fortalecerse entre los desperdicios de su hábitat. En la aridez sobrevivieron, en la aridez reinaron. Si no necesitaron al Estado para salvarse, ¿por qué iban a necesitarlo para que les organizara la vida con sus leyes de papel? Sencillamente, se arrogaron el derecho a crear su propio gobierno, sus propias cláusulas, su propia manera de matarse las pulgas. Y por eso a estas alturas muchos siguen convencidos de que la manera más confiable de impartir justicia es a través de sus propias manos.
Edinson Márquez reconoce, sonriente, que la animosidad es típica de los reinsertados. Pero aclara que, en su caso, lo que la genera no es el desprecio a las reglas sino su mal carácter congénito. Está sentado en una gradilla de cemento del patio del colegio, al lado de su hermano José Atilano. Hace pocos minutos cesó el aguacero, pero un nubarrón encapotado anuncia nuevas lluvias. Aprovechando el recreo, Edinson se fuma un cigarrillo. Lo aspira con fuerza, el ceño fruncido, el rostro ansioso, como si en cada chupada se jugara la vida. Sólo bota el cigarro cuando es ya un chicote recalentado que le quema los dedos. Adquirió ese vicio en la selva, dice, pues casi todos los guerrilleros son fumadores. Se empieza por imitación y luego se sigue por necesidad: porque hay que combatir el frío o porque el humo espanta los zancudos. Cuando la persona viene a darse cuenta, está fumando por gusto y haciendo cosas insensatas con tal de satisfacerse. En la guerrilla —añade—, quienes prestan guardia nocturna no deben fumar después de las ocho. El motivo de la prohibición es impedir que la humareda de los cigarrillos alerte a los enemigos. En una ocasión él transgredió esa norma. Al día siguiente fue obligado a barrer los “guindos” del campamento y a arrancar maleza con las manos descubiertas. Edinson sonríe otra vez. Luce relajado, incluso infantil, en contraste con la expresión de adulto afanoso que exhibía mientras fumaba. Viéndolo bien, a ratos parece un púber aunque tenga veintiún años: el cuerpo menudo, la piel reciente, las extremidades quebradizas como las ramas de un árbol joven que apenas está empezando a curtirse. Imposible percibir en este muchacho de apariencia frágil y sonrisa afable al ser irascible y destructivo que describen su madre y sus profesores.
—A uno la guerra lo deja marcado —dice, al tiempo que muestra las huellas que le quedaron en el brazo izquierdo como consecuencia de las cuatro veces que padeció leishmaniasis. Son cuatro cicatrices repolludas y circulares, cada una del tamaño de una moneda grande. Da la impresión de que hubieran sido fraguadas en la piel con un hierro candente.
A José Atilano, entre tanto, le dio leishmaniasis sólo una vez. Como recuerdo le quedó una pequeña marca en la mejilla derecha. En cuanto al cigarrillo, su respuesta jactanciosa es que jamás ha sido un hombre de vicios. A diferencia de su hermano, es parsimonioso, retraído. Habla en un tono de voz bajo. Y como sus dientes superiores son grandes y salidos, pronuncia las palabras con un seseo acentuado. Su defecto físico le obliga a permanecer gran parte del tiempo con la boca entreabierta, lo que a veces produce la impresión falsa de que está riéndose. ¿Cómo fue que esta versión bucólica de Bugs Bunny terminó metido en las AUC? Lo convencieron algunos amigos de infancia, dice, tal y como les sucedió a Edinson y a casi todos los demás. El hambre —concluye— empuja a la gente a hacer lo que sea.
A menudo, José Atilano y Edinson comparten sus experiencias del conflicto. Entonces se sorprenden con las similitudes: las mismas salvajadas contra la población civil, las mismas historias sobre los cultivos de coca, los mismos castigos para los combatientes que extravían sus fusiles, la misma maña de rellenar los cadáveres con piedras antes de botarlos en los ríos. Ambos creen que a pesar de haber pertenecido a tropas enfrentadas, jamás existió la posibilidad real de que chocaran en el campo de batalla. Cuando más se aproximaron geográficamente fue la vez que Edinson estuvo en Oro Verde y José Atilano en Marisosa, lugares separados, más o menos, por ocho kilómetros de distancia. Antes de empuñar las armas, andaban apartados: Edinson con los chicos de su edad y José Atilano con los adultos como él. Ahora son amigos y se la pasan juntos, no sólo porque —según cuentan— se quieren mucho y han descubierto que les gusta acompañarse, sino también porque al estar unidos pueden protegerse mutuamente.
—Escriba que ya lo que pasó, pasó —exclama Edinson, tras encender un nuevo cigarrillo—. ¡Lo importante es lo que hagamos de ahora en adelante!
—Pero usted ha dicho que se va a devolver para el monte a “echar bala”.
Por toda respuesta, sonríe, expulsa una copiosa bocanada de humo. Luego, con una expresión sarcástica, como si le explicara algo muy obvio a un interlocutor corto de entendimiento, prosigue:
—Si me devuelvo, me mata la guerrilla. ¿No ve que yo deserté? Y ni le digo lo que me harían los “paracos” si yo me fuera para donde ellos.
De manera súbita, Edinson se ha puesto taciturno. Entonces se pregunta, en voz alta, si el pasado lo atormentará durante el resto de su vida. Hay lugares de la región, por ejemplo, adonde no puede ir ni de día ni de noche, y ésa es una limitación grave en su trabajo actual como moto-taxista. Lo mismo le sucede a José Atilano, quien quisiera buscar oro libremente por todo el Bajo Cauca, como lo hacía en los viejos tiempos, pero está maniatado por las amenazas de muerte.
Este asunto de las amenazas, a propósito, se tornó muchísimo más crítico un mes después de que el fotógrafo y yo regresamos a Bogotá. Al principio me era posible hablar telefónicamente con los dos hermanos: averiguar detalles pendientes, verificar datos confusos, precisar fechas. Pero de repente, Edinson dejó de responder el teléfono móvil y nunca más me llamó de vuelta, como era su costumbre. Shirley Díaz, la tutora psicológica, fijó su residencia en Caucasia, municipio vecino, por razones de seguridad. Ella me contó que la situación de orden público es desastrosa: Edinson y José Atilano tienen tanto miedo que no salen de su casa; Robinson Jaramillo y Luis Narváez Quinto, dos de los reinsertados fotografiados por nosotros en el aula del colegio, fueron asesinados. Y otros cinco, que temían ser los próximos objetivos de los francotiradores, pidieron ser trasladados de inmediato hacia un lugar remoto. Recientemente, un enviado especial del periódico El Espectador describió la tensión que impera en la zona y contó que, durante los últimos cuatro meses, la oficina regional de la Alta Consejería para la Reintegración, con sede en Caucasia, perdió el rastro de 450 desmovilizados. Una parte de ellos estaría huyendo y la otra se habría enrolado a bandas emergentes de paramilitares. El informe indica, además, que la nueva guerra se desató cuando dos narcotraficantes conformaron sendos escuadrones para disputarse a sangre y fuego las rutas de la droga que quedaron sin dueño tras la extradición a Estados Unidos del comandante de las AUC conocido con el alias de Cuco Vanoy. De acuerdo con el enviado especial, uno de esos dos narcotraficantes anda por los pueblos del Bajo Cauca reclutando ex combatientes para su ejército privado. Muchos ya se han adherido. Quienes se han opuesto han sido sentenciados a muerte.
Miseria, oscurantismo, subversión, represión, paramilitares, guerra, drogas, sangre, barbarie, degeneración, pánico, desarraigo, desarme, retorno, principio, otra vez miseria, otra vez desconfianza, otra vez fusiles, otra vez coca, otra vez guerra, siempre la guerra, siempre la miseria, siempre la sangre. Las paradas de este carrusel se repiten de manera incesante. Aquí los extremos se tocan, se confunden. Se llega y se parte, se parte y se llega, todo depende de la perspectiva desde la cual se mire. Y no hay avance porque los movimientos son en redondo, machacones, perniciosos. Abundan las razones para suponer que el ciclo de mortandades continuará multiplicándose mientras los gérmenes del problema social persistan. Sin embargo, Shirley Díaz, la tutora, dice que se atreve a apostar por un futuro mejor. Ella cree que al interior del proceso hay ciertas señales esperanzadoras: hombres cuyo esfuerzo por rehabilitarse es sincero, individuos que cada día encuentran poderosos argumentos —como la conformación de nuevas familias— para no regresar al conflicto. Desde el otro extremo de la línea telefónica, sugiere que así como se señala a los reinsertados intemperantes, se mencione a los de conducta ejemplar, aquellos que le envían a la sociedad el mensaje de que es posible desarrollar procesos productivos legales y rentables. Cita, entonces, a Derian Cano, dueño de la heladería Antojitos y de cinco moto-taxis; a Juan Carlos Molina, quien forjó a pulso la verdulería El Impacto y hoy es un hombre respetado en El Bagre, y a Eyezid Angarita, quien ha logrado ascender administrando la oficina regional de una importante empresa distribuidora de gaseosas.
La pregunta es qué pasará con los que nunca han podido obtener esas ventajas en la vida civil, con los que desconfían de las alternativas lícitas, con los que deciden armarse por miedo a morir indefensos mientras se retratan al lado del arbolito de Navidad; con los que perciben los salones de clase como espacios inútiles; con los que creen que el paraíso se gana mordiendo la manzana ajena y luego enfrentándose a la serpiente; con los amenazados, con los desesperados, con los desahuciados, con toda esa legión de criaturas infelices que van montadas desde siempre en el eterno carrusel del desastre.
***
José Atilano Márquez contaba, quizá, diez años cuando empezó a fantasear con la idea de encontrar un montón de oro para volverse millonario de un solo golpe. Ya en aquel tiempo El Bagre era conocido con el apelativo de “pueblo rico, pueblo pobre”, debido al contraste entre sus formidables yacimientos de oro y la miseria de la mayoría de sus habitantes. José Atilano no entendía por qué tantos hombres que madrugaban con la intención de traer a casa una fortuna, regresaban al caer la tarde con las manos vacías. Algún error cometían, pensaba. Un error que él corregiría en cuanto creciera y tuviera la oportunidad de convertirse en explorador. La ocasión se le presentó justo cuando cumplió trece años. Ese día su madre lo llevó de la mano al municipio de Zaragoza, donde, según los rumores, existía una veta lo suficientemente grande como para enchapar la torre de la iglesia. El muchacho ya había visto a varios adultos “barequear”, que es como se le llama en la región al proceso de extraer el metal de su cantera, usando una batea ancha. Pero aquella era la primera vez que él mismo lo intentaba. En pocos minutos, José Atilano consiguió sacar nueve castellanos de oro de dieciocho quilates.
—¡Suerte de principiante! —refunfuñó un hombre que tenía un cigarrillo ladeado en la boca y que, al parecer, llevaba bastante tiempo parado en aquel filón.
Con el dinero que recibió por los nueve castellanos de oro, Ana Toribia Martínez compró tres novillas, veinte carneros y cien pollos de engorde. De repente, la esquiva Hada Madrina de la Fortuna les regalaba un guiño que parecía, por fin, el comienzo de una fiesta venturosa. Sin embargo, poco tiempo después la música se apagó de un solo porrazo, los caballos volvieron a ser ratones, la carroza volvió a ser calabaza y la Cenicienta y su corte de humillados mordieron de nuevo el polvo. Ana Toribia atribuyó la enfermedad que le ocasionó la pronta ruina a los maleficios de la gente envidiosa. Alguien le dijo que el hombre del cigarrillo ladeado que estaba en el yacimiento cuando José Atilano encontró el oro, era, ni más ni menos, el mismísimo Diablo. Estaba allí, supuestamente, cuidando la riqueza que siempre le ha pertenecido, y dispuesto a castigarles a los hombres su incurable codicia. El gran error de José Atilano, advertían algunos lugareños, era no haberse encomendado a Dios en su ritual de iniciación. En la región siempre ha existido un amplio repertorio de mitos relacionados con el oro. Algunos creen que, de vez en cuando, el oro camina y se aleja del lugar en el que los buscadores lo han visto. Otros presumen que, para engañar a las personas demasiado ambiciosas, el oro se transmuta en materias fecales. Acaso el común denominador de todas estas leyendas es que intentan repartir un poco de consuelo entre la horda de seres necesitados que persiguen inútilmente los favores del azar.
Aunque la exploración sea infructuosa, José Atilano jamás renunciará a ella. Un buscador de oro es un afiebrado de todas las horas, alguien que sólo se retira el día que muere, y muere, como los buenos soldados, con las botas puestas. Antes de vincularse a las AUC, José Atilano se desplazaba libremente a lo largo y ancho del Bajo Cauca antioqueño, desde Cáceres hasta Nechí, desde Tarazá hasta El Guamo. No conseguía un botín de respeto como el día de su debut, pero tampoco le faltaba una que otra esquirla de valor. De ese modo costeaba la próxima aventura y mantenía viva la esperanza de convertirse en millonario cuando el Hada Madrina de la Fortuna volviera a sonreírle. Ahora, en cambio, no se atreve a rebasar los límites de El Bagre: sabe que si pone un pie más allá de esos confines, podría toparse con guerrilleros de las FARC dispuestos a cobrarle su pasado como “paraco”. El sitio al que hoy va con mayor frecuencia queda en los extramuros y se conoce con el nombre de La Villa.
Para llegar a La Villa esta mañana de domingo, José Atilano tomó una trocha cenagosa y olorosa a pasto húmedo, que tiene en el centro un filo coronado por matas de ortiga. Atravesó un sector llamado El Porvenir, donde había un par de niños retozando entre el lodo; cruzó por un barrio llamado El Progreso, en el que se había interrumpido el servicio de agua potable, y pasó por una zona llamada Metrópolis, que estaba convertida en un lodazal de espanto. El Porvenir, Metrópolis, El Progreso: paradójicas formas de nombrar el subdesarrollo. El lenguaje, como las fábulas relacionadas con la riqueza siempre huidiza, también ayuda a esta gente a defender el optimismo. Sin esa ilusión única la vida sería más infernal de lo que ya es. Se trata, sin duda, de una metáfora de la resistencia cotidiana en este país difícil que nos tocó en suerte. Muchos saben que podrían morir con las manos vacías, pero la certeza de que el tesoro de sus sueños existe, aunque sea inalcanzable, los alienta a seguir esforzándose. Eso sí: también son numerosos los que se cansan de buscar en vano y convierten su frustración en un pretexto para empezar la matazón. O para continuarla. Hoy, como en la infancia, José Atilano confía en encontrar la fortuna que los librará a él y a su familia de las tentaciones de la guerra. Por eso ahora enrolla las botas de su pantalón, se santigua y mete la batea en el riachuelo de aguas amarillas.


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