Isla Fuerte
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Texto: Carolina Gutierrez Torres
Año: 2012
A 20 minutos de Paso Nuevo, Córdoba, está Isla Fuerte, un pequeño universo desconocido, aislado y habitado por 2.500 personas.
Esta es la Isla Fuerte del Caribe colombiano. Pequeña y agreste. Tres kilómetros cuadrados, en el sur del Golfo de Morrosquillo, que han hospedado a indígenas, a piratas y a contrabandistas; que han escondido, ocasionalmente, a algún narcotraficante, a algún paramilitar. Este es un pedazo de tierra sin sacerdote en el que religiosamente se celebra misa una vez al año, cuando un curita del municipio de Moñitos viene a bautizar, confirmar y casar a los pocos feligreses que no reclutó la Iglesia evangélica.
Esta es la isla perdida de Colombia, ubicada a 20 minutos en lancha de Paso Nuevo, Córdoba, diminuta en el océano de aguas azules y verdes y amarillas. La isla que acogió hace tantos años a cinco familias desplazadas por las “políticas del progreso” de Bolívar. La que empezó a poblarse y a convertirse en un universo pequeñito en el que no existe la energía eléctrica, en el que la gente vive hasta pasados los cien años, en el que los fines de semana festivos no se duerme ni se pesca y al que llegan los turistas por pura casualidad.
Un islote en el que vive una mujer de casi noventa años que curaba con bebedizos a los enfermos y un hombre de más de ochenta que esconde la historia de la isla en un libro que no le presta a nadie. Así vive Isla Fuerte en sus tres kilómetros cuadrados.
Doña Ruca
En la isla perdida vive doña Rúdica Navas Luna con sus 80 y pico de años y una sordera progresiva. Vive ella de camisa rosada y pantalón azul, sentada en una silla en la puerta de su casa. A su derecha, sentado también, reposa su esposo José María, quien se ve tan jovial y tan enérgico que bien podría pasar por el hijo de la señora que escucha poquito, poquito.
Cuando cualquiera se le acerca y le grita al oído buenas noches doña Ruca, cómo ha estado. Ella responde con una risotada “bien, porque estoy viva”. Y tiene razón para celebrar la vida por estos días en que a los viejos más viejos de Isla Fuerte les está dando por morirse. Aquí, donde pueden pasar años y años sin que se celebre un funeral, acaba de cumplirse el sepelio de Juanita de la Hoz, quien respiró hasta los 107 años. El de Juanita y el de otros cuatro más. Fueron cinco muertos en quince días. Cosa rara en Isla Fuerte. Razón suficiente para celebrar la vida.
Son alrededor de las 6:00 p.m. en este islote que reclama ser un corregimiento de Cartagena, aunque esté sólo a 20 minutos de tierra cordobesa. A las 6:00 p.m. las afueras de Isla Fuerte ya están sumidas en una oscuridad total. Sólo alumbran a lo lejos algunas fincas que tienen planta eléctrica propia. Y las de los vecinos que pagan por tres o cuatro horas de energía. Los caminos que recorren de memoria los isleños son terrosos, polvorientos, ásperos. Así, en la negrura de la noche, la isla se siente más agreste.
Ya llegando al centro se empieza a iluminar la noche con las luces de las discotecas y los negocios. Se escucha una salsa de Willie Colón en la tienda más central y más surtida del corregimiento. Son días de enero, días de música. Se acerca el primer puente del año y literalmente Isla Fuerte se paralizará en torno a la celebración. No habrá pescado fresco ni abrirán los pocos comerciantes. Sólo se hablará de fiesta, de trago y de las riñas que en los últimos años se volvieron culto después del segundo y del tercer día de parranda.
De eso se queja doña Ruca. La que fue enfermera del pueblo hace tantos años. “Vos ayudaste a parir a media isla”, le dice don Horacio Giraldo, un paisa que tiene un hotelito aquí hace 15 años. “Hasta a una cachaca. Ahí, en esa casa, la ‘partié’”, como dice ella, la señora Ruca, señalando la casona que tiene a su espalda. Luego asegura: “Esto está muy distinto. Aquí los jóvenes ya no respetan. Antes a los adultos nos respetaban. A mí me consideraban. Me querían. Hoy no”. Y vuelve a repetir que aquí los jóvenes ya no respetan.
Doña Ruca es la historia misma de Isla Fuerte. De los años de casas de madera, caña brava y techo de palma; de los tiempos en los que no se tenía noticia del contrabando, que después traería a la isla bonanzas esporádicas en las que se construirían elegantes casonas de ladrillo y patios amplios a la entrada. Doña Ruca habla de los días en los que era posible enumerar uno a uno a los habitantes del pueblo. Con nombre y apellidos. Porque eran pocos. Poquitos. “Ya todos esos viejos están muertos”, dice la señora y menciona otra vez que Juanita fue la última en partir. 107 años.
Ruca era la partera, la enfermera, la que curaba las picaduras de raya y las gripes con infusiones de anamú, guají, almácigo o totumo cimarrón. Eran sagrados sus brebajes. Hechiceros. Como de bruja. Pero aquí esa palabra está prohibida. Que nadie diga que doña Ruca es o fue bruja. Ni mucho menos que con sus sortilegios espantó una a una las amantes de José María, su esposo, que era tan joven y buenmozo, que tuvo una y hasta diez amantes: Venita, Nelcides, Máxima, la difunta Caridad. “Todas esas mujeres tuvo él. Que era un bandido. Que tenía plata para todas”. Y remata diciendo a José María lo conocí desde ‘pelaito’, cuando yo ya no era señorita, y con él tuve dos hijos: una hembra y un varón.
Don Rufino
La historia de la isla está escrita en un libro que don Rufino Espitia Barrios, de 85 años, vigila con devoción. No lo presta, pero está dispuesto a conversar con cualquiera sobre lo que allí está escrito. Acérquese a su casa cuando esté llegando el anochecer. Él estará ahí, sentado en una mecedora junto a la puerta, acompañado de su esposa Alejandrina Cardales, diciendo que ya está muy viejo y que un hombre después de los 80 es un estorbo, preguntándose cuándo le llegará la muerte.
El señor Rufino lleva uno de los apellidos más populares de Isla Fuerte, que también perteneció a una de las cinco familias que colonizaron este territorio hace por lo menos 200 años: los Barrios. Llegaron también los Zúñiga, los Caraballo, los Jiménez, los Castillo. Todos provenientes de Barú. Desplazados “de mala manera” por una compañía extranjera. Eran navegantes. Pescadores. Agricultores. Se asentaron y se dieron a la tarea de “domar” la isla. No fue —no ha sido— fácil. Isla Fuerte es una tierra agreste. Con un clima bochornoso de 28 grados. Con un salitre que carcome las casas, los puertos, los barcos. Cuando se camina por los senderos que la atraviesan se tiene la sensación de que sigue siendo un territorio virgen. Salvaje. Abandonado. Y eso la hace tan atractiva. Tan bella. Tan imborrable.
Otra cosa opina don Rufino, que dice enérgico: “Isla Fuerte ya se acabó... Ufff... se nos acabó”. Su esposa frunce la boca y asiente con la cabeza, sin mirarlo. El señor se sigue lamentando y finaliza la retahíla quejándose de que hasta su dios lo haya abandonado. “Yo era católico, pero aquí ni el cura volvió. Ahora casi toda la isla es evangélica. Hasta mi mujer, que se va para el culto y me deja solito”.
Hablar de Alejandrina sí lo hace sonreír. Contar que celebraron su matrimonio en 1946 y que el mismísimo obispo de Cartagena fue quien les dio la bendición. A ellos y a diez parejas más.
Doña Ruca y don Rufino
En esta Isla Fuerte, cuando una persona pierde la razón, la memoria, la capacidad de elegir, se dice que ya no se pertenece. En el fondo todos los viejos saben que probablemente llegarán a los 100 o a los 107 años —como Juanita de la Hoz— sin recuerdos. Entonces deciden hablar.
En eso se les va la vida a doña Ruca y a don Rufino, dos de los habitantes más viejos del corregimiento que todavía conservan la lucidez, la claridad de las fechas y los nombres con apellidos. Los dos reciben a cualquier visitante y les narran las mismas anécdotas una y otra y otra vez. Ella conserva la historia de la isla en la cabeza y él, en un libro resguardado en alguna parte. Esta es la Isla Fuerte del Caribe colombiano contada por dos viejos que todavía se pertenecen.