La ciudad rescatada
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Texto por: Martín Caparrós
Año: 2019
Enel cielo de Bogotá siempre hay alguna nube: sol y unas nubes, lluvia y todo nubes, tormenta y nubarrones, una luna y sus nubes, plateadas, grises, blancas, siempre alguna, nunca un cielo completamente despejado. Quizá eso explique todo —o casi todo.
Ahora llueve y don Mario me sonríe como debe sonreír a sus clientes; yo le digo que por suerte todavía no soy y él quiere saber de dónde vengo; se lo digo, le pregunto si él es de acá y me dice que sí: de acá, del barrio, pero que todo esto cambió tanto. Le pregunto si cambió para bien, si le llegan cada vez más viejos, y él me dice que no, que últimamente le llegan muchos jóvenes: que sí, que ahora por cualquier cosa se dan cuchillo o plomo y que eso no era así en sus tiempos, que en sus tiempos se agarraban a puños, pero que ahora no, que ahora terminan acá, me dice, y extiende un brazo como quien enseña.
—Yo no me quejo, es mi negocio. Pero qué bobada.
Alrededor, más allá de su brazo, relumbran ataúdes de diferentes formas y ambiciones. Don Mario me explica que los más chiquitos son para los que no supieron ni nacer, me dice, y esos un poco más allá son para los que sí nacieron y se murieron al día siguiente, a los dos días, ahí en el hospital. Y al fondo los más grandes, sus herrajes de bronce o de latón, según los precios.
—Nada muy caro, acá no somos pretenciosos. Hay algunos que parece que en lugar de morirse se fueran a casar. Como si todavía quisieran impresionar a alguien.
Don Mario tiene setenta y tantos años; su Casa Funerales Gámez ofrece los cajones y tres salas para los velorios. Está en un barrio duro del Sur de Bogotá: mucho vago, mucha droga, me dice, pero dice que tampoco importa, y que él de todas formas ya no le tiene miedo a nada. Yo le digo que quizá miedo no, pero si no le gustaría más haber hecho otra cosa.
—No, para mí está bien pasarse la vida entre los muertos, joden menos. Siempre viví así, mi padre lo fundó y yo acá siempre. Son menos malos los muertos que los vivos.
Me dice —lo debe haber dicho tantas veces— y me sonríe con sus pocos dientes. Don Mario es atildado: camisa blanca con el cuello abierto, mejillas afeitadas, el pelo bien cortado; se ve que sus clientes le exigen ciertos modos. Lo complican los dientes: pronuncia raro, habla escupiendo.
—¿Y no le da como tristeza?
—No, hay gente que no le gusta cuando hay que abrir al muerto, pero uno se costumbra a todo. Somos tan costumbrados, las personas. Y al final el hígado, el corazón, todo eso, es como los marranos: carne, nada muy especial. No hay que contarse historias.
—¿Y de verdad le parece que antes se mataban menos?
Don Mario piensa, espanta moscas con la mano izquierda.
—La verdad que no sé. Antes también se mataban bastante, ¿no? ¿Usted qué cree?
Siempre hay gente que dice que todo tiempo pasado fue mejor. En Bogotá, sin embargo, son los menos.
Cuando la conocí, hace 25 años, esta ciudad se llamaba Santafé de Bogotá; desde entonces perdió la Santafé y ganó tanto. Cuando la conocí la poblaban cinco millones y medio de personas; ahora son más de nueve. Cuando la conocí sus habitantes la querían muy poco.
En esos días los bogotanos competían para ver quién denostaba a su ciudad con más sabor, más amargura. Tenían, incluso, autoridades; podían citar, faltaba más, a García Márquez: “Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del siglo XVI”, escribió en los cuarenta. Y que entonces, cuando llegó, los hombres iban de negro y las mujeres no se veían y en los orinales públicos había un letrero triste: “Si no le temes a Dios, témele a la sífilis”.
Cuando la conocí la sensación se mantenía. Sus habitantes no la querían: vivir en Bogotá les sonaba a condena. Era, decían entonces, una ciudad fallida: sucia, violenta, fea, rancia, incómoda, fría. Es cierto que sus tasas de homicidios eran las de un país en guerra, los huecos de sus calles sus trincheras, sus edificios ruinas, y bombas la estampaban desdeñosas. La calle era una selva sin ley, robos, peleas, basura, destrucción y el desprecio y el soborno como prácticas comunes. Bogotá era, entonces, una ciudad aterrada.
Una ciudad aterrada no tiene nada de eso que damos por supuesto. En Bogotá, entonces, no había casi restoranes, parques públicos, espectáculos, mezcla. Nadie quería ir a vivir allí; nadie, vivir allí. Hasta que vino el huracán y la dio vuelta.
—Yo crecí con la convicción de que Bogotá no era de nadie. Los ricos se sentían arrinconados, los pobres marginados, la clase media incómoda por no encontrar su lugar: era una ciudad de todos contra todos.
Me dice, ahora, Erna, bogotana de entonces. En esa ciudad no había espacio público. En los países pobres, los ricos —y sus Estados— no suelen ocuparse de los espacios públicos; tienen los suyos, bien privados, bien custodiados, propios.
El huracán se llamó Antanas Mockus y tenía una cátedra de matemáticas, su barba cuáquera, esos modales muy curiosos. Como rector de la Universidad Nacional se hizo famoso un día de 1993, cuando se bajó los pantalones ante una asamblea de estudiantes que no le hacía mucho caso: con ese gesto consiguió su atención —y la del país. Un artista contemporáneo exhibiría después una imagen de aquellas posaderas con una leyenda: “Aquí empezó el cambio de Bogotá” —me cuenta ahora, en su despacho del Senado, Mockus.
—¿Y usted lo cree?
—Es… inmodesto decir que sí.
—Pero lo cree.
—Sí, creo que sí.
Porque al año siguiente lo eligieron alcalde, y empezó su guerra: su famosa pelea por cambiar la cultura ciudadana.
—¿Cómo es tener poder?
—Es como tener un lienzo limpio para dibujar en él lo que uno quiera, siempre que sea pertinente, sorprendente, que haga pensar. Cuando me lo propusieron, pensé: si llego a ser alcalde, seré como un maestro con un aula gigantesca. ¡Bocatto di cardinale!
Era el momento. Colombia siempre había sido un país muy polarizado, latinoamericano: ricos y pobres y muy poco en el medio. Pero en esos años se estaba constituyendo una nueva clase media —producto del desarrollo económico general y, también, del dinero que traía el narcotráfico. Necesitaban una ciudad vivible.
Antanas quería convencer a sus paisanos de que quisieran a su ciudad y se quisieran, que aprendieran a vivir en ella y convivir, y lo hizo con mimos en las calles y eslóganes astutos, campañas de educación y chantajes morales. Distribuyó, por ejemplo, a los automovilistas unas tarjetas rojas para que, en lugar de pelear unos con otros, se mostraran su reprobación mostrándolas. Codificó, creó conductas, limitó otras. Parecía ingenuo; lo raro fue que funcionó: Bogotá se volvió mucho más vivible.
—El poder también es un vicio… Debo confesar que, cuando se presentaba una crisis, yo gozaba mucho. Sobre todo cuando la íbamos superando, claro.
Dice Mockus. Su sucesor, Enrique Peñalosa, aprovechó la bonanza económica para mejorar los espacios —calles, árboles, luces, plazas— y el transporte: el celebrado TransMilenio, un bus que va por carril propio y abrevió tanto los desplazamientos de los más pobres. Y ambos entendieron que la mejora de la convivencia ciudadana no debía venir del miedo a la autoridad, sino de un sentido de propiedad, de apropiación.
Unos años más tarde los bogotanos estaban eufóricos, convencidos de que vivían en el mejor lugar del mundo. Después, con el tiempo, fueron encontrando un equilibrio.
Alguien supuso, alguna vez, que Bogotá era una ciudad tropical, y se le rieron en la cara. Bogotá está a 2.600 metros sobre el nivel del mar: aislada, con ese aire tacaño de la altura. Con el frío de la altura, la lluvia de la altura.
Así que llueve, porque aquí siempre llueve o como sí, y en el barrio de San Victorino, viejo centro, se humedecen los edificios setenteros despintados, las sombrillas de agujeros y colores, la mezcla de reguetón y gritos, los carros de vender, los cuerpos de vender, los puestos y más puestos y más puestos, las vendedoras de libros pirateados que ofrecen el último de Narcos, los vendedores de paraguas que ofrecen aguaceros, los vendedores de teléfonos robados que no ofrecen nada, las chicas con capucha, los chicos con capucha, esas miradas turbias, esas miradas torvas, los pelos de colores, tatuajes, sonrisitas, el restorán El Paraíso, la droguería La Rebaja, la Lechonería Emanuel y sus Ricuras, un inmenso mural de Macondo, el humo de los buses y los fuegos, ese aire oscuro y mugre que llaman Tercer Mundo.
El Tercer Mundo es cables en el aire: sociedades que ya llegaron a la electricidad, que todavía no pueden esconderla.
—Yo lo que nunca sé es qué va a ser mañana.
Me dice Calo y me sonríe. Y que mire que él ya tiene como 40 años y que siempre le terminó por caer algo, que mire vea, que está vivo, pero que si pudiera elegir, si pudiera ser otro, lo que querría es ser uno que sabe.
—Un poco nada más, no digo mucho. Digo como esos que se van a acostar y saben que al otro día cuando se levanten se van a ir a su trabajo, van a tener un trabajo, una familia, ¿sabe?
Calo se llama, me dice, en verdad Carlos y es flaco y bajo, la tez oscura, la nariz aguileña, el bigotito ralo, una gorra de béisbol al revés y su ramo de paragüitas chinos. Hoy Calo vende paragüitas chinos, de 3.000 pesos —o 4.000, si puede, un euro— cada uno, y tiene 15 y ya ha vendido 2, me dice, pero con eso no le alcanza, apenas para comer alguna cosa, y que estos se los dieron muy baratos pero no siempre los consigue, y a veces vende otras cosas o hace otras cosas, me dice, y que a veces tiene suerte y otras no, muchas no, me dice, muchas no, y que antes tenía un carro de esos con su sombrilla y vendía sus fruticas, que era bueno pero que lo perdió, me dice, y una nube se le enreda en la cara.
—¿Y cómo lo perdió?
—No sé, no me acuerdo.
Me dice, y fuga la mirada. Se calla, se sonríe: solo, se sonríe, como pensando en aquel carro, y se pasa las manos por la cara y mira a una mujer gorda y baja embutida en una licra roja, y dice que ahora es duro pero que él sabe cómo es esto, que siempre vivió así y todavía está vivo: que lo que le molesta es no saber, que por lo menos si supiera.
—No sé, algo, lo que le digo: qué voy a ser mañana.
Y alrededor hay docenas o cientos como él que venden zapatillas, zoquetes, café recalentado, camisetas, cosméticos, carteras, cables del móvil, monitos de peluche, sartenes, globos rojos, minutos de llamadas, cigarrillos de a uno, vestiditos, gorros de lana con pompón, ponchitos, espejos cuerpo entero, calzoncillos, pipitas para crack, uniformes de Superman, caballitos de palo, patacones, chicharrones, cinturones, perfumes falsos, olores verdaderos. El Primer Mundo es voluntad de orden: que cada cosa tenga su lugar, que ese lugar tenga una razón, que esa razón tenga un sentido en un plan general, y que ese orden, esa razón, ese sentido aseguren una vida reparada. El Tercer Mundo, en cambio, es el recurso al caos: un espacio de confusión y mezcla donde la posibilidad de conseguir lo que se busca no depende de seguir ese orden, sino de no seguirlo: de buscarse la vida.
Calo vocea sus paragüitas chinos.
El orden como conquista, como lujo: tras siglos de un caos parecido, ahora las sociedades ricas viven en espacios donde todo parece estar en su lugar: donde todo parece tener uno. El Primer Mundo es además un gran mecanismo de ocultación de todo lo que podría resultar incómodo, inquietante, fastidioso; en el Tercero se ve todo. Esa mezcla de buscas, putas, vendedores, ladrones, clientes de muy poco, buscadores de algo, aburridos, desahuciados de la vida y otros residuos que ocupan las calles que les dejan, las que los ricos abandonan. Las ciudades sudacas siempre tienen esos espacios que sus ricos han dejado atrás.
Y por fin la tormenta y todos corren.
O casi todos: Calo vocea, se va quedando solo.
Cuentan que sus fundadores se dieron por vencidos: que llevaban meses caminando y vieron esos cerros boscosos por delante y esas nubes y decidieron que no escalaban más; que allí se quedarían y que Dios —tenían un dios— los cogiera confesados. Aquellos españoles testarudos armaron un pueblito andino recostado en el monte y allí quedó durante siglos, al costado del tiempo. Pero a principios del siglo XX Bogotá empezó a huir de sí misma, y esas montañas que la cierran por el oeste fueron su límite y su guía. Así, su fuga se ordenó: los ricos hacia el norte, los pobres hacia el sur.
Las ciudades terminan de armarse cuando encuentran su símbolo. Es difícil imaginar a París antes de 1889 y su torre de hierro, a Río sin su Cristo, a Nueva York sin su Libertad, a Madrid sin su Puerta que no cierra ni abre. Bogotá no tiene imagen: no hay ninguna que se le reconozca. No es fácil ser una ciudad que no se sintetiza.
Hay que esforzarse; Bogotá se esfuerza. Y la Candelaria es lo más parecido a una identidad para mostrar, aunque no sea un ícono concreto sino un barrio, un espacio, un estado de ánimo. La Candelaria es el sitio donde todo empezó: un pueblito de calles empedradas, casas históricas, casitas historiadas, bibliotecas, librerías, teatros, comederos, universidades, iglesias y demás negocios; oficinistas, estudiantes, vendedores, pobladores varios. Y ahora se va llenando poco a poco de hostels y cafés y restoranes hipster y turistas de mochila, y algunos hasta se atreven a caminarla por la noche.
Es raro contar una ciudad. El que lo intenta busca eso que la distingue, sus rarezas, pero no encuentra mucho. Las ciudades actuales mueren por parecerse; solo guardan algún rincón de diferencia para mostrar a las visitas.
Hace unos años no había turismo en Bogotá. En uno de los países más atractivos del continente la guerra repelía; en una de las ciudades menos glamorosas venían pocos. Pero ahora empiezan a llegar y los locales que quieren aprovecharlo deben recuperar cositas que habían desdeñado —la comida, esas calles, esas casas viejas, esas artesanías— para poder ofrecerles algo típico. No hay mayor creador de identidad cultural que el turismo. Te convence además de que tienes cosas que valen la pena —si hay quienes vienen de tan lejos para verlas, comérselas, comprárselas.
O, por lo menos, te lleva a armar una imagen: siempre es interesante descubrir qué muestra una ciudad a los extranjeros que la visitan: qué creen sus naturales que les puede interesar, atraer, satisfacer.
—Yo empiezo mi tour preguntándoles quién es el personaje que más conocen de Colombia.
Me dice Matilde, estudiante, guía, sonriente.
—Y todos siempre me dicen Pablo Escobar.
También por eso su recorrido por el centro de la ciudad es una vuelta por historias de violencia. Aquellos narcos, por supuesto, sus caricias obscenas con la riqueza y con la muerte, pero también la guerrilla que tomó y destruyó el Palacio de Justicia en 1985 o el Estado que mató a Jorge Eliécer Gaitán y provocó el Bogotazo, caos y miles de muertos en 1948. Para muchos extranjeros venir a Bogotá es un paseo por el lado salvaje.
Hay armas. En las calles se ven armas, personas armadas. Hay soldados públicos y privados, camuflados de follaje o verde oliva, con perros o sin perros, con rayban o sin rayban: se ve que los que tienen algo que cuidar no quieren descuidarse.
Hay puertas cerradas. Todos los edificios del Norte tienen un hombre de uniforme que te para en la entrada —y algunos tienen más y tienen armas, perros, rayban.
Los bogotanos lo llaman el undécimo mandamiento y su enunciado es simple: “No dar papaya”. Hay muchas formas de dar papaya —desde decir algo que provoque una burla hasta contar plata en la calle y provocar un asalto, por ejemplo—, pero todas implican lo mismo: confiarse. No dar papaya es no confiarse, no confiar, suponer que todo puede ser un problema y resguardarse.
Vivir en guardia, vivir por si acaso.
—Bueno, ahora debe haber menos robos. ¿Cuánto hace que no escuchó que linchan a un ladrón?
—No es que no haya, es que ahora no se puede lincharlos, dicen que los protegen unas leyes. Se pusieron a acusar a los que los linchaban y ya está, de malas.
La ciudad cambió pero los ricos —o, incluso, la clase media— siguen refugiados: en sus edificios solo los guardias de seguridad abren la puerta a quienes entran o salen; en sus casas son de rigor los muros y las rejas con puntas y cuchillas.
Bogotá vive a puertas cerradas.
En un teatro nuevo, hercúleo, que uno de los grandes patrones del país —un rey de la cerveza— legó a la ciudad, una empresa de seguros entrega premios nacionales de periodismo. En el anfiteatro hay más de mil señoras y señores; los señores usan corbatas; las señoras, tacos y dijes y brillitos. La ceremonia empieza cuando, en el escenario, cinco muchachos trajeados soplan en tubas y trompetas el himno colombiano: oh gloria inmarcesible oh júbilo inmortal, corean los invitados. Después empiezan los discursos: todos hacen discursos. Los bogotanos se jactan de hablar el mejor castellano de América; son, sin duda, los que más lo hablan. Y ahora la locutora dice que el señor presidente Duque lamenta no poder venir por encontrarse fuera del país y que una ministra va a leer su mensaje. La ministra lo lee, torpe; la aplauden con mesura. Después se entregan galardones, alabanzas; poco antes del final, la locutora se disculpa: fue un error, el presidente sí que está en Bogotá, solo que está ocupado, qué pena con ustedes.
Son tan amables, tan despiadadamente amables: en sus conversaciones siempre aparece gran despliegue de por favor muchas gracias buenas tardes. Y no te piden que les des sino que les regales el tintico y que qué pena. Y el policía que te para te saluda cómo está hermano y te estrecha la mano y te ordena que le muestres tus papeles.
—¿Adónde estaba yendo, amigo?
Dice, tajante, porque ya ha cumplido con las formalidades. Y el extranjero nunca termina de saber si es cariño o pura vaselina.
Toda ciudad es muchas ciudades, la suma de esas ciudades o su interacción o su pelea. Sería bueno poder creer que hay algo que se forma en ese cruce: lo que define a esa ciudad. Ahora, sobre todo, sería bueno.
Entonces te dicen que ahora sí que Bogotá es una ciudad de clase media: que, gracias a los aumentos de los últimos años, la mitad de los pobladores pertenecen a ella. Y te explican —la Secretaría de Desarrollo Económico te explica— que se considera clase media a los que ganan entre 120 y 700 euros por mes y que solo la mitad posee un coche o una casa. Y al fin te dicen que el 45% de la población vive con menos de cuatro euros al día.
La ciudad está dividida en zonas según la riqueza de sus habitantes: las llaman estratos y son seis, muy definidos. El sistema tiene su dosis de justicia: los que viven en los dos estratos más bajos pagan servicios más baratos gracias a que los dos estratos más altos los pagan más caros, para subsidiarlos —y los dos estratos del medio los pagan cerca de su valor real. El sistema tiene su dosis de violencia: los bogotanos son estrato uno o estrato seis o el estrato que sean; los estratos los reparten en castas, maleables pero intensas. Es una forma de redistribución que, al mismo tiempo, fija las diferencias.
(El sistema también fomenta la microcorrupción: si consigues que tu edificio sea calificado como un estrato inferior te ahorras mucho dinero —aunque pierdas consideración social. Y las cifras son claras: los dos estratos más bajos reúnen al 51% de la población; los dos más altos, menos del 5%.)
Las direcciones de Bogotá son las más perfectas, cartesianismo a tope. La ciudad está cuadriculada en calles y carreras; las carreras corren paralelas a los cerros, las calles, perpendiculares. Una dirección típica es, por ejemplo, Calle 45 #11-25, lo cual viene a situar ese edificio en la Calle 45 a 25 metros de su esquina con la carrera 11.
La racionalidad del sistema tiene, por supuesto, sus lapsus tropicales: alguna diagonal o alguna confusión que destruye toda geometría. Pero lo más raro es que cada dirección existe dos veces: una al norte del centro viejo, la otra al sur. Cuando es en el norte nadie lo dice, va de suyo: allí está el dinero, el poder, las universidades, los restoranes elegantes, los edificios de retantos pisos. En el sur, sí: es donde están los pobres, los refugiados, los crímenes, lo que los otros tratan de olvidar.
Bogotá es dos ciudades con las mismas direcciones y tan distinta gente; Bogotá es una y su espejo empañado.
Enrique Santos Calderón tiene 73 años pero sigue fumando y disfrutando su cerveza de las once. Famoso seductor, famoso rumbero, famoso exizquierdista de buena familia que intentó, hace casi medio siglo, una revista contestataria con Gabriel García Márquez, después dirigió durante años el diario más institucional del país, El Tiempo, que antes habían dirigido su padre y su tío y, antes aún, fundó su tío bisabuelo, que también fue presidente de Colombia.
—Una de las grandes ironías de mi vida es que siempre luché por mantener al periódico libre de ataduras palaciegas, de compromisos con los partidos políticos. Y cuando por fin llego a la dirección tengo a mi hermano de ministro de Defensa y a mi primo hermano de vicepresidente.
En 2009 los Santos vendieron El Tiempo y Enrique lo dejó. Poco después su hermano Juan Manuel se volvió presidente de Colombia y le pidió que participara en las primeras negociaciones de paz con las FARC. Enrique ni siquiera lo había votado en la primera vuelta, pero esa paz era una de sus más viejas aspiraciones, y aceptó. Durante meses viajó en secreto y en viejos aviones militares a La Habana para esas charlas clandestinas, discusiones feroces. Al cabo de seis meses los negociadores consiguieron el acuerdo que serviría de base para cinco años más de discusiones. Enrique Santos no siguió: se dedicó, entre otras cosas, a escribir unas memorias que ahora llevan semanas como libro más vendido.
—Yo soy totalmente bogotano, he vivido aquí casi toda mi vida y no la cambiaría por nada. Este clima, por ejemplo, me fascina.
Le digo que no conozco mayor muestra de amor por Bogotá que hablar bien de su clima; nos reímos. Enrique Santos se alisa los pantalones rojos.
—Bueno, yo sé que es fría, lluviosa, el aguacero permanente. Pero a mí me gusta. Bogotá siempre fue una ciudad muy pacata, austera, provinciana, conservadora, hasta… hasta que empezó a abrirse al mundo y se volvió una ciudad mucho más cosmopolita. Bueno, mucho más que Lima o que Quito, por ejemplo.
Dice, con una sonrisita socarrona, como si no terminara de creerse nada de lo que dice: un gesto aristocrático. Creer es cosa de patanes y simplotes.
Hablamos en el Norte. Alrededor, sus edificios de ladrillo visto, sus árboles enfáticos, sus guardias tan presentes: aquí las calles son más anchas y más limpias, las casas más nuevas y más altas, las tiendas más pretenciosas y más caras, las personas —con perdón— más blancas. El Norte —a partir de la calle 60 o 70— es una isla de menos de 10 kilómetros de largo y 1 o 2 de ancho recostada contra los cerros y rodeada por miles de manzanas de ciudad más pobre.
Todas las familias felices se parecen, escribió famosamente León Tolstói. Y casi todos los espacios ricos de los países no tan ricos se parecen también. Reproducen con muy pequeñas variaciones el modelo americano soleado: avenidas más o menos rápidas cuidadas saturadas, edificios altos en enclaves enrejados, casas bajas en enclaves más enrejados aún, y el sacrosanto mall o shopping o centro comercial: el modo de encerrar todo aquello que antes sucedía en la calle —con los peligros y asechanzas de la calle— en un espacio cerrado y controlado. Son lugares que convierten a cualquier ciudad en socia de ese club; lugares que consiguen que cualquier lugar parezca todos, y todos cualquiera; lugares con las mismas marcas, mismas caras, mismas cosas; lugares donde se puede manejar quién entra y quién no entra; lugares donde, sobre todo, no hay sorpresas. No hay nada menos cool que la sorpresa.
—Sí, una de las características del bogotano tradicional es su sentido del humor, una ironía, una forma de descalificar a los que no son como él. Y están orgullosos de su cultura, se tomaron en serio aquello de la Atenas sudamericana; siempre han tenido ese culto a las letras, al bien hablar, la poesía. Hace 30 o 40 años aquí terminábamos las parrandas declamando; ya con el alcohol necesario había que ver quién recitaba mejor a Neruda, a Silva.
Me dice Santos, su cerveza.
—¿Y ese mito que pretende que hablan el mejor castellano del continente?
—Yo creo que se habla bien. Lo comparas con lo que oyes en Caracas, en La Habana, en…
—En Buenos Aires, dilo.
—… en Buenos Aires, con esa mezcla italiana, y esto es mejor. Debe venir del aislamiento, esta ciudad perdida entre montañas, lejos del mar, lejos de todo, que se encerró en sí misma. Con su idioma supuestamente puro se arrogaban algún poder sobre el resto del país, podían pordebajear a los provincianos: decir miren cómo hablan esos campesinos, cómo maltratan el idioma esos antioqueños, esos costeños.
“Pordebajear” es un gran verbo colombiano: ponerte en tu lugar, recordarte que no estás a la altura. Es de la estirpe de “igualado”, ese trepa que quiere igualarse a quienes no debiera; son recursos de una lengua de clase.
—A los extranjeros nos impresiona que aquí ciertas familias, ciertos apellidos sigan teniendo tanta fuerza. El tuyo entre ellos, obviamente.
—Sí, claro, los rolos, los bogotanos tradicionales. Y eso que los Santos solo llevan unas generaciones. Por parte de mi mamá sí, son bogotanos desde siempre.
—¿Por qué crees que esas familias se han mantenido así?
—Muchos de esos apellidos están vinculados a la tierra, son hacendados de la sabana de Bogotá, muy ricos, que se han metido inteligentemente en la política: no de frente, porque eso es de mal gusto, pero sin dejar de influir. No ha sido una clase que se aisló; son una aristocracia activa, que intenta mantener su poder. Es lo que uno ve en el Country Club de Bogotá, que es un gran centro del rolismo, todo ese sentido de los apellidos, y quién es lobo o no lobo, bien o no bien, según esos apellidos.
Lo llaman trancón, y es una clave de sus vidas. Se quejan de que se pasan las vidas esperando algo: que se mueva el coche de adelante, por ejemplo. O que se construya el famoso metro que, a lo largo de décadas, ha sido anunciado tantas veces como ángel salvador.
El trancón es el fracaso de una idea de la ciudad, una idea del transporte, una idea de la economía, una idea de la convivencia: la impotencia de los que quieren moverse y no lo logran. Y es también un efecto de la desigualdad: si todos esos que viajan en sus coches tomaran el transporte público, seguramente no sucedería.
Para eso, claro, tendría que haber mucho más transporte público. Y menos desigualdad. Y más empleos cercanos.
Y esta tarde la avenida rebosa más aún. Hay autobuses atestados, lluvia, miles de personas, paraguas, bocinazos, motos, bicis, gritos, vendedores, policías superados, coches atrancados, radios, altavoces, un trueno, más bocinas, más coches atrancados, más personas, la noche casi, las luces reflejándose en la lluvia, el agua en todas partes. Hay mundos hechos para que no quepa nada más. Hay mundos hechos para negarnos algo.
Me cuentan que la avenida de Caracas está así porque allá arriba, a unos kilómetros de aquí, una marcha de estudiantes la cortó. Los estudiantes protestan contra el gobierno de Duque en general y, más en particular, contra las restricciones del acceso a las universidades. Los estudiantes, me dicen, se están peleando con la policía y cortan calles, y una señora le echó el coche encima a uno, lo dejó malherido.
—Sí, el miércoles me vuelo a Berlín.
Me dice Cristian. Dicho aquí, en Cazucá, en una calle que es cuesta y es trinchera, la frase suena extraña. Cazucá está en la frontera de Bogotá pero es tan lejos. Si Bogotá está lejos, Berlín es otro mundo.
—Voy a participar en un encuentro mundial de fútbol callejero. Y después voy a pasar unos días en París.
Cristian tiene 23 años, sus rizos negros, una sonrisa ancha; Cazucá es una gran villamiseria de casitas colgadas de los cerros, mucha lata y madera sobre tierras empinadas, inestables. Cazucá se fundó a fines de los años sesenta y creció con la llegada de familias que huían de la violencia —o que dejaban de ejercerla o que seguían ejerciéndola. Había exguerrilleros, exparamilitares, guerrilleros, paramilitares, sus víctimas: miles de personas que buscaban en la ciudad un trabajo o, por lo menos, una vida.
Cada cual ocupaba la tierra que podía: algunos a las bravas, otros pagando a desarrolladores piratas que solían engañarlos con papeles falsos. Así se armaron espacios sin planificación, sin servicios, sin seguridad, sin trabajo, donde solo se puede vivir de la economía informal, más o menos legal, o de empleos que precisan horas de viaje diario en transportes fatales.
En 20 años Cazucá se convirtió en este amasijo donde viven más de 100.000 personas. Aquí —y en las comunas vecinas, como Ciudad Bolívar— la violencia siempre fue implacable. Cuando guerrilleros y paramilitares fueron menguando quedaron jóvenes acostumbrados a las armas, sin gran aprecio por la vida, sin salidas.
En Colombia, en los últimos años, se empezó a producir mucha más coca, los precios bajaron, aumentaron los controles para la exportación: productores rebosantes de mercadería intentaron ampliar el mercado interno —que hasta entonces era muy menor. Entonces empezó lo que ahora llaman “microtráfico”, para distinguirlo del gran narcotráfico. El comercio urbano de drogas pasó a ser una de las pocas actividades posibles para un joven de un barrio de invasión: su manera de conseguir unos pesos, un par de zapatillas, una moto, una chica, algún respeto.
—Cuando te dicen que acá la vida no vale nada es casi cierto. Mejor dicho: vale muy poco. Acá por 100.000 o 150.000 pesos te conseguís un chico que mate al que le digas. A menos que sea difícil, entonces puede ser un poquito más caro.
Me dice Willi, el local que me guía, un maestro que conoce estas calles al dedillo y lleva muchos años trabajando con la Fundación Tiempo de Juego. Ciento cincuenta mil pesos son unos 40 euros y aquí mismo, ahora mismo, pasa un muchacho de campera de jean y cuatro o cinco se le tiran encima: hay una riña breve, el solitario se escapa sin dejar de insultarlos.
—Ya va a volver con un combo y se va a armar. Esto no va a quedar así.
Dice Willi, y me explica que pelean por el control del territorio: que los traficantes usan a los muchachos para asegurarse de que ningún rival va a entrar en el espacio que definen como propio: unas manzanas, una quebrada, una entrada del barrio. Y me cuenta que Cazucá es sobre todo la vía de llegada de las drogas al centro de la ciudad y que los muchachos trabajan de mulas, las van llevando en sus bolsitos. Y que el trabajo de la fundación ha hecho mucho pero queda, claro, tanto por hacer. Pero que no me equivoque: que lo que Wiesner ha hecho por estos chicos no lo hizo nadie.
Andrés Wiesner es periodista, unos 40 años, la barba rala, la sonrisa siempre; hace 12 llegó a Cazucá para hacer una nota sobre jóvenes y muertos. A diferencia de lo que solemos hacer los periodistas, no lo olvidó cuando se fue.
—No podía dejar de pensar en esos muchachos, en esa violencia. Y claro, lo que se me ocurrió fue lo del fútbol.
Días después volvió y les propuso organizar un partidito: una forma de darles una opción, de tratar de sacarlos de la calle. El primer fin de semana había unos 20 chicos; el segundo, 40; el tercero, 70 u 80. Con choques, con dificultades, la propuesta siguió creciendo; con el tiempo se convirtió en la Fundación Tiempo de Juego y empezó a practicar el Fútbol por la Paz.
El Fútbol por la Paz es un invento colombiano: en el Mundial 94, Andrés Escobar, un defensor de la selección, se metió un gol en contra que eliminó a su equipo. Días después, de vuelta en Medellín, lo mataron a tiros a la salida de una discoteca. Un grupo de paisanos creó, en su homenaje, una forma de jugar que fomentara la comprensión, la paz: son partidos entre equipos de siete que deben incluir por lo menos dos mujeres, donde los goles no deciden: al final de cada partido los jugadores debaten con el coordinador quién merece ganarlo. El Fútbol por la Paz se ha difundido por el mundo; la Fundación Barça, por ejemplo, lo usa en docenas de países bajo el nombre de FútbolNet. Aquí, en Cazucá, 2.000 chicos lo juegan. La fundación ya armó partidos por la paz en otras zonas del país, y aquí tiene más iniciativas; entre ellas, Labzuca, una productora de video que funciona en el sótano de una panadería de Cazucá. Allí acaba de terminar un documental, Antes de tiempo, sobre el embarazo adolescente y la vida en Cazucá, que cuenta, entre otras, las historias de Dilan.
Dilan tiene 19 años y acaba de salir de un instituto de menores donde se ha pasado los últimos cinco porque un día acompañó —dice— a un amigo a asaltar una buseta y vio con sorpresa —dice— cómo él le voló la cabeza al chofer. Andrés la había filmado años antes, cuando Dilan era una niña de cara redondita y sonrisa pícara que se llamaba Carol, y vivía con su hermana Astrid, su madre y su abuela en una casucha de Cazucá. Entonces Astrid, un poco mayor, se había quedado embarazada y Carol, nerviosa, esperaba la llegada de su primer sobrino. Sebastián nacía, su madre lo descuidaba, su abuela iba presa por robos, su bisabuela se hacía cargo; después su abuela salía libre y su bisabuela iba presa por venta de drogas; después, ya con Carol en el reformatorio, un primo le avisaba que su madre y su hermana habían sido asesinadas en una venganza de bandas. Entonces su abuela se ocupaba del niñito hasta que la mataban en otro tiroteo. Dilan —que había decidido cambiar de sexo y nombre en su prisión— busca a ese chico tres veces huérfano para ocuparse de él, para criarlo.
Después Wiesner me cuenta la historia del Paisa, uno de sus primeros entrevistados. El Paisa salió, tras cinco años de cárcel, dos meses atrás; venía con el encargo de su jefe, que seguía adentro, de coordinar el trabajo en el barrio. Pero quiso quedarse con todo y lo proclamaba en las esquinas; hace unos días lo cosieron a tiros. El Paisa andaba en moto, tenía plata, chicas, poder; hubo tiempos en que el Paisa era el modelo —y para muchos todavía lo es. Para otros, el destino de Cristian empieza a parecer más atractivo: estudiar, trabajar, hacer cosas, viajar; tener alternativas.
De eso se trata: de ofrecerles otras opciones, otras formas, me explica Wiesner —que pensó que escribir sus historias no alcanzaba. Y yo, después, me preguntaré si el periodismo es un modo de no hacer lo que importa. Por suerte, no tengo la respuesta.
En la avenida fina cerrada por domingo, junto a un parque majestuoso exuberante, cientos de personas siguen los movimientos de una chica subida a una tarima. Los domingos muchas avenidas de la ciudad cierran para convertirse en ciclovías y espacios de gimnasias, bailes, ejercicios varios. Aquí, ahora, suena un vallenato y ella lleva pantalones muy breves, camiseta musculosa, su gorra y zapatillas y mueve el cuerpo sin piedad. Delante, los cientos imitan sus movimientos, siguen sus consignas: un brazo, los dos brazos, una pierna, las dos, las rodillas, el pecho, la cabeza, la pelvis, palmas, pasos al costado. Los bailarines siguen cada indicación y no son todos jóvenes ni todos flacos ni todos gráciles; hay de todo. A unos metros, en una fuente del parque, una pareja joven de moradores de la calle baña a su perro con denuedo y me explica cómo le han curado la sarna que tenía cuando lo encontraron; el perro se deja dócil, encantado. Más allá tres grupitos de venezolanos piden limosna con carteles escritos sobre un cartón a mano que dicen que son venezolanos y están pasando hambre. Colombia nunca tuvo inmigrantes extranjeros y el año pasado recibió más de un millón que huye de Venezuela. Se los ve, están por todas partes, se van convirtiendo en la nueva bestia negra: se habla de asaltos venezolanos, asesinatos venezolanos, invasión venezolana; ahora los males son bolivarianos.
Pero te dicen —me lo han dicho, en estos días, docenas de veces— que por fin Bogotá se ha convertido en una capital de la música y de la escena gastronómica —varios dirán “escena gastronómica”—, y les da su orgullo. También que hay buen teatro, gran crecimiento de la plástica, y todo eso implica quizás a un 10%, 15% de la población —igual que en muchas otras ciudades. Entonces, para contar una ciudad, ¿cuál es su peso?
Los tacos son altos, las ropas apretadas; hay cierta idea de que las formas deben exhibirse. Y que deben, mejor aún, ser rimbombantes: rimbombar todo lo que puedan. Que haya carne y que se vea: las ropas prietas para que nadie se quede con la duda.
Una estética, digamos, que rechaza la duda.
Colombia siempre fue un país radicalmente musical y bailón con una capital que no bailaba. Ahora los bogotanos, que siempre fueron para costeños y caleños y paisas lo más cercano a un poste, se han levantado y bailan. Es un gesto de valor e independencia, y esta tarde, mientras cae la noche, miles van llegando al parque Bolívar para un festival de salsa que organiza la alcaldía. A la entrada hay señoras con un oficio peculiar: te ofrecen guardarte el cinturón —y te dan un número y te cobran mil pesos— porque la policía no los deja pasar para que no se vuelvan látigos. Caminamos de a muchos; hay gritos, risas, olor a marihuana, formas amables del desorden. Un poco más allá, la corriente se detiene frente a los controles: los asistentes se dividen en muchachas y muchachos —hay rastas, pelos de colores, capuchas, gorras varias— y pasan por desfiladeros estrechitos y terminan palpados por docenas de policías aburridos. Yo avanzo mirando al frente y no me palpan: soy viejo, soy blanco, no parezco pobre y las clases, en Colombia, siguen siendo importantes.
Aquí en el Country sí que hay orden: 600 empleados para anticiparse a las necesidades de los 1.500 socios del club más exclusivo del país. Es jueves, mediodía, y los grandes salones están casi vacíos; unas pocas señoras conversan en sillones de terciopelo rojo, unos pocos señores beben lo que beban. Un cartel muy discreto anuncia que “Por su seguridad, usted está siendo grabado y monitoreado por un circuito cerrado de televisión”. Detrás de los inmensos ventanales hay un prado de golf —“el mejor de Colombia”—, un lago con sus patos y sus chorros, árboles como torres, jugadores; de este lado, multitud de sillones impolutos, salones y salones, jarrones, más sillones, mesas, sillas, cuadros, escudos, trofeos, flores, arañas, más sillones, ese sosiego que solo da el dinero. Pasa lenta una señora joven rubia; detrás, sus dos hijos rubios muy chiquitos con su nana mulata vestida de enfermera.
—Es una regla: las nanas tienen que ir de blanco, así no se confunden.
Me dice Israel, encargado de eventos, y yo prefiero no decirle que no hay riesgo. En el salón vacío enorme del comedor formal un joven negro de riguroso blanco plancha las arruguitas blancas de los manteles blancos con una plancha blanca y roja. En la sede hay otros restoranes y bares y terrazas, una piscina espléndida, una bolera con futbolines y billares para los hijos de los socios, toboganes y hamacas para los hijos más chiquitos de los socios, una sala de bridge para las madres de los socios, una biblioteca “donde los socios van trayendo libros” —hay muy pocos—, unos vestuarios con saunas y peluquería y manicura y todos los asistentes y asistentas que se pueda desear.
—El socio podría pasarse toda la vida acá. Y la pasaría chévere.
Dice Israel, y que el club es su segundo hogar.
—Bueno, el primero.
Dice, y que está aquí más horas que en su casa y que a los empleados se los trata muy bien, se les dan cursos para que puedan atender mejor a los socios, se los cuida.
—Acá somos una gran familia. Y si algún socio se propasa con un empleado hay un comité que le llama la atención.
Pero pertenecer tiene sus dificultades. No hay lugar para nuevos; si alguno de los viejos quiere vender su “acción” puede pedir unos 100.000 euros. Y el dinero no alcanza; un comité debe aprobar al comprador.
—Hay varias condiciones. Una de ellas es que lo conozcan y lo respalden por lo menos 19 socios.
Si lo aprueban, si entra, pagará cada mes unos 500 o 600 euros, pero los servicios compensan y los contactos y negocios más aún. Y, sobre todo, será socio del Country.
—Ellos tienen algo genético, no sé, innato.
Me dice una empleada mientras me muestra un niño jinete —tres, cuatro años— que trota sobre un potro alrededor del picadero. Hace unos años la ciudad les sacó el campo de polo para hacer un parque, pero el club conserva estas pistas y unos establos cinco estrellas, donde ahora dos peones duchan a un animal lleno de músculos.
—Míreme a ese niñito, cómo maneja al animal. Tan chiquitos ellos ya saben lo que son. El otro día paré a una niñita así, de cuatro o cinco, que iba a entrar a un lugar donde no podía y ella me dijo mírame, yo soy socia. Como si fuera una persona grande.
—Grande y un poco antipática.
—Bueno, por favor. Antipática no; propietaria.
Leonor Espinosa es la chef y patrona de Leo, el mejor restorán de Colombia y uno de los cien mejores del mundo según el World’s Best. Leo es una cartagenera que estudió economía y bellas artes y al fin se decidió por la cocina hace décadas, cuando los colombianos de su clase no lo hacían. Leo es el origen de esa explosión gastronómica de la que todos —todos mis amigos del Norte— me hablan cuando les pregunto por la ciudad actual.
—Es raro cuando sabes que has inventado o encontrado algo y que tu recompensa es que aparecen muchos que te copian, que hacen lo tuyo como si fuera suyo: la inquietud de ver que otros usan tu descubrimiento, el orgullo de ver que otros usan tu descubrimiento.
Dice, risas y ron, la cocinera. Hace tiempo empezó a utilizar técnicas sofisticadas para revisitar la comida tradicional colombiana; en sus platos se suceden los productos más recónditos de un país lleno de recónditos: hay babilla —yacaré—, chigüiro —un roedor desmesurado—, vaca, cerdo, pato, otros pescados y todo tipo de verduras, hierbas, flores, frutos tan secretos; hay viandas de los Andes, el Pacífico, el Caribe, la Amazonia, la selva, la costa, la montaña, la sabana. Leo ha trabajado mucho para proteger esa diversidad, uno de los grandes tesoros colombianos. Y ahora me dice —risas y ron— que de algún modo su cocina es un reflejo de lo que pasa con Bogotá: que Bogotá ya no es —como sí Buenos Aires, como sí Nueva York— un cuerpo extraño, distinto en la nación; que se ha vuelto una síntesis de ese país tan diverso que es Colombia.
—Esta es una ciudad hecha por toda Colombia, una mezcla de toda Colombia.
Me dice Yesid Lancheros, director del Canal Ciudad, la televisión local —que, por supuesto, no nació en Bogotá.
—Esta ciudad en Navidad queda vacía, todos se van a sus lugares. La mayoría de la gente que vive en Bogotá no es de Bogotá: eso marca mucho la vida de la ciudad.
Durante siglo y medio Bogotá debió gobernar un país que no podía controlar: su geografía quebrada, complicada, le hacía imposible ejercer ese poder. Así que el Estado colombiano no llegaba a buena parte de su territorio; mientras tanto, su capital se armó una imagen de sí misma basada en su supuesta civilización: era el lugar donde se hablaba y se pensaba, donde el frío —opuesto al calor de la “tierra caliente”— permitía una vida ordenada, casi europea, de traje y sombrero y maneras comedidas, por oposición a un país de camisa, hamaca y calenturas. Y después fue cambiando:
Bogotá, digamos.