La guerra desde el río

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Texto por: Pascual Gaviria

Año: 2007

El Batallón Fluvial de Infantería de Marina Nº 70 patrulla el rio Zepangue dia y noche. Allí, el negocio de la coca es el centro de su atención.

Los helicópteros inclinan su nariz como gesto de bienvenida al aeropuerto de Tumaco, salen rasantes para escoltar las avionetas encargadas de la fumigación, exhibiendo los alardes propios de los jefes del enjambre que ha desatado el Plan Colombia sobre el departamento de Nariño. La discreta sospecha acerca de las intenciones de los recién llegados impone una rutina policial de registro de entrada y verificación de antecedentes. Se intuye una pregunta burlona para los forasteros: "¿Los señores vienen por placer o por negocios?".

A la entrada del Batallón Fluvial de Infantería de Marina Nº 70 una consigna se encarga de templar el ánimo de los civiles. Tan lánguidos, tan desprevenidos, tan llenos de estribillos pacifistas: "La ofensiva, nuestra actitud de guerra". Un mantra dictado por el comandante en jefe.

Ya durante el almuerzo un oficial de inteligencia nos enseña las medallas al mérito en la solapa del batallón: el año pasado obtuvo el primer puesto en resultados operacionales de la Armada, decomisó 24 toneladas de coca y recibió con incauta admiración la visita del jefe del comando sur de los Estados Unidos. La lucha de los 1.300 hombres que conforman el Batallón 70 en Tumaco es la misma que ha terminado librando el país en casi todos los frentes: una guerra omnipresente contra el tráfico de cocaína.

Al final de la tarde los soldados de la compañía Alfa, encargados de embarcarse en busca del tesoro de canecas etéreas y hojas ubicuas, se dedican a ver Los Simpsons en su "Salón de Orgullo Anfibio". Y la televisión les entrega una tranquila compostura de niños obedientes.

En la noche llega la noticia acerca de nuestra salida. El ciclo de las mareas que convierte los caños navegables en barrizales nos obliga a zarpar a las 4 a.m. El teniente Del Río me regala una advertencia prometedora antes de las buenas noches: "Mañana va a saber lo que es bueno".

4:00 a.m. - 9:00 a.m.

En el muelle, mientras libro una pelea de sonámbulo con mi chaleco salvavidas, el oficial de inteligencia de la tarde anterior me despabila con una notificación escueta: "Ustedes van a ir con un contacto, él va a cargo de mi cabo, no se le pueden tomar fotos ni hacer preguntas". El encapuchado le entrega los primeros aires de operativo a lo que yo todavía veía como simple excursión. Irá jalando el hilo de su memoria por entre los mangles hasta llevarnos a alguna chagra con cocina.

Una lancha corriente cargada con ocho canecas de gasolina será nuestra primera embarcación. No hay blindajes ni artillería a la vista. Solo un casco verde de tamaño medio con dos motores 200 y un vaquiano del Putumayo al volante. Está bien, será mejor hablar de un náutico o piloto formado en los ríos más cruentos del Putumayo, para que nos vayamos entendiendo en el lenguaje de los infantes. Y la lancha es en realidad una Langostera marcada como "Coraza 9", una embarcación de transporte y apoyo que nos llevará hasta el municipio de Mosquera donde nos esperan tres Elementos de Combate Fluvial, a los que después de un día largo de función podré llamar con el cariñoso alias de Pirañas.

Nos embarcamos el teniente Del Río, el náutico, 'la Linterna', o sea nuestro guía de capucha, y cuatro infantes que aseguran su fusil a una correa a ambos lado del casco y viajan de brazos cruzados. Parece que los riesgos tienen que ver únicamente con la brújula y el estado de los motores. Tomamos rumbo norte para atravesar la Bahía de Tumaco e internarnos en el laberinto de esteros que forman los mangles. Una estela de nieve es lo único que brilla en las primeras horas del viaje. El sonsonete de los motores muy pronto me lleva hasta el fondo del casco, a la otra orilla de los sueños, de donde cada tanto me saca un lamparazo de relámpago con el que el náutico intenta descifrar una entrada, interrogar la tómbola de su brújula, advertir un tronco o descubrir los fantasmas silenciosos que bogan en pequeñas canoas respingadas como cáscaras. El olor de la gasolina ayuda al sueño, al mareo, al aire de aparición que adquiere toda forma reconocible.

La primera luz nos muestra un paisaje que se repite como si fuera una burla, idénticas ramificaciones branquiales, monotonía de raíces y garzas. Ha llegado el momento para desenfundar el arma que será insignia durante todo el día: el sacabujías. Un motor comienza a gorjear y el mecánico de la tripulación toma el mando. Muy pronto todos están hablando como lancheros corrientes, casi todos con un vértigo costeño que me hace temer por mis cinco sentidos, volcados sobre el motor, pelando cables, soplando empaques, recortando mangueras.

El Municipio de Mosquera es un gran tanque de gasolina flotante entre ranchos palafíticos. En uno de sus muelles aparecen por fin los Elementos de Combate Fluvial, comandados por dos perros atentos haciendo de vigías de proa: Odín, un rottweiller de escudos y estrellas, y Tampico, un chandoso pinto con resabios de tierra. Los tripulantes de las Pirañas llevan un mes destacados en Mosquera, durmiendo entre sus botes, patrullando y aburriéndose entre el rastro de estelas que sube y baja, y alimenta el desasosiego y el caparazón de la paciencia. La voz del teniente Del Río sacude a los hombres de las pirañas que ahora brincan de bote en bote para subir las canecas de gasolina al muelle. "Vamos a hacer la vuelta breve", dice uno de los jóvenes hiperactivos y en diez minutos han descargado el combustible para sus lanchas. Luego de quién sabe cuántos días de quietud los infantes parecen disfrutar de esa mañana de sogas, canecas y poleas.

Son jóvenes entre 19 y 26 años que saben muy bien cómo brilla su estampa de hombres de guerra, cómo lucen sus rutinas para anudar la pañoleta en la cabeza, limpiar la mirilla con un paño escondido entre el proveedor o saltar hasta el muelle con casco y chaleco blindados. Se tiran al agua unos a otros con cada comentario y luego se dan la mano, risueños, para cada oficio que demanda su nave. Lucen la espinosa camaradería de las escuadras.

El teniente Del Río se dedica a negociar la silicona y el empaque de culata que necesita su motor. Cambia gasolina por repuestos e intenta regatear mientras el negro del muelle le niega el cruce con risueña cortesía. Cada vez es más claro que los infantes fluviales gastan la mayoría de su tiempo en los oficios de cualquier pescador de río: lidiar con motores, aprender una ruta de marañas, acompasar sus viajes con las mareas, manejar la moneda corriente de los galones de gasolina y magnificar el botín de sus atarrayas.

El ambiente desprevenido de taller fluvial en que se mueven los infantes entre las tablas de Mosquera me hace preguntar por la utilidad de la ametralladora de proa y la pareja de fusiles a cada lado de las Pirañas. "Aquí el combate es contra el paludismo. Comer bien para tener buenas defensas", me dice uno de los pilotos con la boca llena. Los partes de tranquilidad continúan con la sentencia del artillero mayor: "La guerrilla no se va a meter entre estos mangles y en los cristalizaderos le tienen miedo a este aparato", y le soba el lomo a la ametralladora .50 que corona su lancha, o que la adorna, según parece. Antes han hablado con respeto de los ríos de orillas más difíciles en Caquetá y Putumayo, ríos con trampas flotantes y cables traicioneros tendidos sobre el agua. Travesías que llevan hasta el corazón de las tinieblas de las Farc. Incluso los ríos Pacíficos tienen sus recodos de cuidado, con música más estridente que la melodía de los grillos y posibilidades para que las pirañas muestren sus dientes. En el Patía, donde las Farc son cocineros mayores, se dio el último combate de los hombres del Batallón Fluvial Nº 70, en diciembre pasado, en un operativo donde se incautaron catorce toneladas de insumos sólidos. Un infante de la escuadra terrestre fue el precio que se pagó por la operación.

Un desayuno de chorizo y empanada en Mosquera me hace postergar las promesas de la "Ración de Campaña - 24 horas - Todo Clima Nº 3". La bolsa hermética de la ración es un misterio que los infantes miran con sorna y los niños del pueblo disputan con avidez. Por lo pronto mi desayuno de "Pastel de Carne - 180 g y Alimento Fortificado - 25 g" deberá seguir alimentando el apetito de la curiosidad.

Dejamos la gasolina y las tres Pirañas tanqueadas en su nido de quietudes en Mosquera, de vuelta bajaremos con ellos hasta Tumaco, deberán adormilarse de nuevo imitando la vocación de bostezos de Odín y Tampico.

9:00 a.m. - 1:00 p.m.

Seguimos en la Coraza 9 camino a Bocas de Satinga donde están destacadas otras tres Pirañas que nos escoltarán hasta el objetivo. Por el momento la boca entre el pasamontañas que promete llevarnos al botín no ha dicho una sola palabra. Es todo oídos.

Hemos dejado el río San Juan y una lancha más pequeña a la que llaman Patico se ha unido a nuestra travesía, será la encargada de marcar el rumbo en los caños más estrechos. Aparecen los resplandores de zinc y lata de Bocas de Satinga, un pueblo que los ilusos homenajes de Estado quisieron llamar Olaya Herrera, como si la bocana de un río turbio pudiera tener una placa reluciente. Ya un infante en Mosquera se ha encargado de apagar mi curiosidad: "Estos pueblos son todos iguales, con que conozca a uno ya los conoció a todos".

El radio del teniente Del Río comienza a repetir claves que invocan la nieve y las constelaciones. Estamos cerca del objetivo y solo 'la Linterna' sabe exactamente hacia dónde vamos. Las tres Pirañas se reportan en posición y dos minutos más tarde nos rodean con la frente alta de su proa. Tres Pirañas flamantes que han comenzado a pintar el operativo con las galas del cine de guerra. Ahora 'la Linterna' está advirtiendo sobre el ancho limitado de los caños y dando la clave de un puente de madera derruido que debemos encontrar en el camino.

Todo ha cambiado de color. Las aguas del río Zepangue son pardas, un poco más sucias y prometedoras, el silencio de todo el camino es ahora una confusión de mensajes por radio y celular, el mangle se entremezcla con un monte más verde y más brillante. Los botes se juntan hasta tocarse y 'la Linterna' salta a la lancha más pequeña. "Erre, erre asegure el área y me llama". Las chicharras también participan de la tensión y palpitan con un ruido que no desmerece frente a los motores. El Patico comanda la procesión, las tres Pirañas amedrentan en la mitad y nosotros esperamos las revelaciones del radio en la retaguardia. "… Teniente, en el chorrito a la izquierda hay unas hojas, está asegurado, adelante".

Una báscula, doce bultos de hoja de coca, un plato y una cuchara son el primer botín de la jornada. Mientras el teniente Del Río pesa uno de los bultos los infantes que desembarcaron primero aparecen con un capturado, un negro de unos 45 años camina con su hijo de la mano entre los soldados. El niño tiene los ojos tan salidos como su ombligo, mira con una atención deslumbrada, mueve su cabeza a lado y lado siguiendo las voces. El teniente Del Río le pregunta al hombre si el bote que hay al final de chorro es suyo. El negro niega con todo su cuerpo, dice que no, mueve su cabeza, levanta las manos, asume los movimientos de un penitente. Muy pronto el interrogatorio pasa a manos de un infante más joven, tal vez la figura imponente de Del Río sea demasiado para el capturado. Con tono tranquilo el infante le pide información sobre una cocina cercana y le menciona la posibilidad de ir al batallón. El negro retoma sus plegarias: "Pero usté no me puede llevar al batallón, yo tengo sei hijo". Nunca había visto unas manos tan gruesas y tan talladas como las de este hombre que hace unos minutos almorzaba con su hijo en un brazo perdido de un río perdido. El trato con los tallos de los arbustos de coca ha dejado surcos hondos en sus dedos. Ni para el rito meticuloso de la reseña judicial son aptas sus huellas. El hombre comienza su relato lento de guías y señales, repite su salmo de rutas para que no queden dudas. "Entiéndame bien pa que despué no me diga que lo perdí". El infante lo libera con un "váyase pues" y el elocuente raspachín se va monte adentro, con paso firme, con su hijo de la mano. Olvidando su plato y su cuchara.

La batalla ha tenido tanto de dramática como de ridícula. El cerco de infantes y lanchas artilladas sobre un hombre y su hijo muestra una extraña desproporción, un triunfo propio de los obsesivos. El derrotado solo puede apelar a la clemencia y los vencedores parecen asistir a rutinas propias de juzgado. Pero esta lucha se libra en cientos de caños, en ríos escondidos, en cuevas de cangrejos, entre raíces que se multiplican, y si pudiéramos verla desde lo alto, abarcarla completa, los altivos soldados tendrían el aire desvalido del raspachín. Se verían perdidos, insignificantes, inútiles en su rastreo de todas las semanas. También para ellos es una batalla desproporcionada, un juego sin fin.

Las hojas terminan en el agua y volvemos al brazo principal en busca de la cocina. La marea comienza a secar los caños y las Pirañas deben esperar en una curva amplia río abajo. El Patico comanda y muy pronto estamos en el extremo de otro callejón de río. Los infantes se acomodan a la estampa clásica de los desembarcos, un poco inclinados hacia delante, apuntando al frente, caminando paso a paso. Una escena que se ha repetido millones de veces, una escena siempre atractiva. El piloto, el teniente y dos infantes más esperaremos noticias en el bote. "Y así es todo el año, metiéndonos por estos chorritos", me dice el teniente en tono de resignación. "Pero lo bueno es que de aquí nunca salimos con las manos vacías". Se queda pensando un rato y retoma: "Pero eso también es malo porque significa que esto está lleno".

El infante que comanda la escuadra monte adentro olvidó su radio, no hay noticias de la avanzada. El teniente intenta a punta de gritos y solo responde una burla de chicharras. Una niña de unos catorce años aparece en la orilla en busca de su canoa. Se conmueve de nuestra quietud al sol y sin que nadie se lo pida nos tira cuatro naranjas para matar el tiempo. La marea amenaza con dejarnos emplayados en ese caño sin nombre, el piloto mueve la lancha de lado a lado buscando el agua, levantando los motores. Un viejo nos advierte desde la orilla: "Esto seca del todo, en diez minutos ya no salen". Un grito más para la tropa y es hora de salir. "Vamos, que bajen a pie, nada que hacer". Llegamos al caserío de Zepangue y los niños y los cangrejos corren a esconderse. Mientras intentamos subir la barranca desde el río seco aparece la señal de humo: "Ahhh, mira el humo, sí encontraron la puta cocina", el teniente se duele de que nos toque contentarnos con un rastro negro en el cielo. La tropa baja hasta Zepangue a canalete y vemos el video de la quema. Canecas, tablones y un cambuche, lo de siempre. Se ha cumplido la hazaña insignificante. Es hora de poner proa en dirección a Tumaco. Todavía resta una lucha larga de regreso.

1:00 p.m. - 9:00 p.m.

Paramos a almorzar en la base de Bocas de Satinga, un lleno de tierra y aserrín donde viven 90 infantes. El jefe de la base reitera la lucha que había insinuado un tripulante en el desayuno en Mosquera: "Buena lenteja para pelear con paludismo, hierro puro". Los soldados se rapan las cabezas unos a otros y se dedican al inventario de munición, una rutina de tres veces por semana. Van filando sus 525 tiros sobre un poncho con una concentración digna de contadores. Y se olvidan de las películas que quieren ver, de las cervezas que se quieren tomar y de las niñas en la otra orilla, en el pueblo de Satinga.

Volvemos a Mosquera para tomar las tres pirañas que nos llevarán hasta Tumaco. Uno de los pilotos intenta convencer al teniente Del Río de dejar el viaje para la mañana. Un presentimiento tal vez. "Nada de mañana, salimos en 20 minutos…sí empaquen ese arroz y ese pollo, cuando lleguemos a Tumaco se lo comen". Y los motores comienzan su comedia de resabios. Primero una Piraña gangosa: sacabujía, conversación de lancheros, tedio, vaivenes. Seguimos. Otra piraña ronca: sacabujía, opiniones varias, primeros chistes, vaivenes, oscuridad. Seguimos. La que faltaba quiere superar a sus compañeras y suelta un ruido de tornillos molidos. Ahora los infantes han olvidado sus chalecos y sus cascos blindados, maldicen, se burlan de nuestra suerte, cazan apuestas, preguntan por el pollo. Los motores siguen con su intermitencia durante todo el viaje, se turnan para soltar sus toses y sus risas. Tampico, el alegre chandoso pinto, ahora está vomitando en una de las Pirañas, muy cerca de la olla con el pollo según dicen los más pesimistas. Y de nuevo la cantinela del regreso: "Hey, pasame el sacabijía ese, tú tienes destornillador". Nos pasan los botes de los chanceros fluviales, las ambulancias de río, los colectivos a motor.

De la risa se pasa al silencio desconsolado. La calculada sucesión de varadas hace que uno de los infantes mencione el colmo del desespero en términos estrictamente castrenses. "No joda, esto amerita perturbación psicológica". El Saladahonda, ya muy cerca de llegar, una de las pirañas saca la mano definitivamente. Solo uno de los tres botes balbucientes llegará hasta Tumaco. Impulsado más por la mirada de los tripulantes sobre las tres luces lejanas que anuncian el pueblo que por los alientos de su motor.

Han sido catorce horas de lancha. Toda la fatiga está marcada en un formulario que da cuenta de lo encontrado. Un inventario de seis líneas que resume el éxito de un día largo. Al llegar al batallón nos recibe otra consigna, en el lado opuesto de la que nos despidió en la mañana: "La voluntad todo lo puede". Hasta el teniente Del Río deja caer una burlona sonrisa de piraña.


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