Chicken
Recuerdo que ese domingo (31 de agosto del 97) desperté pasadas las diez de la mañana. En Londres había sol y a esa hora los canales de televisión tan solo pasaban escenas de un carro destrozado en algún punto de París. Las voces y los comentarios de los periodistas eran pausados aunque dramáticos; hablaban del Ritz, de un túnel, de fotógrafos, de tragedia nacional. La princesa Diana había muerto. Su cuerpo llegaría en horas de la tarde a una base aérea al norte de la ciudad y seis días mas tarde sería su funeral.
Para un aspirante a fotoreportero como yo la oportunidad era histórica. Llevaba ya cerca de ocho meses como estudiante de todo tipo de fotografía y dos años cumplidos en la ciudad. Al día siguiente salí de la casa entusiasmado y con toda la intención de retratar a fondo la tragedia. El impacto de la noticia estaba en los rostros de todos y en todos los rincones. Pensé que sería tarea fácil y en en mi mochila puse una cámara de 35mm cargada con película en blanco y negro y un poderoso lente 70-300 mm listo para estrenar. Mi primer destino sería el palacio de Buckinham en donde todo sucedería.
Al llegar ví todo lo que esperaba: el dolor en la gente, flores que tapizaban el frente del palacio, muñecos y notas. Durante un rato largo disparé concentrado y convencido de estar armando mi primera gran historia. De repente, frente a mi aparecieron dos ancianas sosteniendo y ojeando un tabloide con la noticia en su primera plana. Buena foto, pensé. Hice mis ajustes, y a punto de disparar, noté que las dos mujeres me atravesaban con sus miradas mas rudas, casi agresivas. Me miraron mal, muy mal. Para ese momento los primeros sospechosos del accidente que le causó la muerte a la princesa seguían siendo los paparazzi y supongo que esa era su molestia. Así lo entendí. No disparé. Me sentí culpable y eso fue todo. Me alejé, y mas allá del arrepentimiento, quedaron estas pocas fotos y la lección de que lo mas importante, por el bien de la historia es, sobretodo, nunca renunciar.
Con el apoyo de
