Los mineros del azufre
Cada día, y por lo que les reste de vida, el alimento de los mineros de Kawah Ijen, y el de sus familias, solo dependerá de
la profunda y colosal caldera del volcán activo en el que les ha tocado en suerte trabajar. En un paisaje surreal, hostil, hermoso, el esfuerzo y el sufrimiento toman forma en las figuras escuálidas de mas de ciento veinte hombres, que solo tienen como opción la muerte en vida. Aquí nadie, por fuerte que sea o lo parezca, pasará de los 40 años.Java, en Indonesia, es la isla con mayor actividad volcánica en el planeta. Al sureste, el volcán de azufre de Kawah Ijen es apenas uno de los casi cincuenta que definen su paisaje. Es también el más relevante para la economía de la región. Es un sitio poco frecuentado por turistas. Llegar no es fácil y lo más cómodo para aquel que se aventuré a hacerlo, será el rincón incómodo de una casa-campamento en la cual se concentra la actividad de los mineros y gran parte del negocio del azufre. Son cerca de 2.600 mts sobre el nivel del mar. Hace frío y no se duerme bien.
El encuentro de los mineros se da sin falta todos los días a las 4:30 de la mañana en las afueras del campamento. Después de charlas breves, alguna que otra sonrisa, un té y cigarrillos, los hombres abren su jornada con una caminata de 5 kilómetros en ascenso hacia la cima del volcán. Sobre sus hombros llevan cestas dobles, vacías, unidas por una lámina plana de madera flexible que hace un poco más cómodo todo aquello que vendrá. Al llegar arriba la vista es sobrecogedora. Apenas despunta el amanecer y desde allí, sin tiempo que perder, todos pasan a encarar doscientos metros de un descenso árido y arriesgado que solo cede en las orillas tranquilas de un lago enorme, profundo, de color turquesa y con más ácido sulfúrico que agua en su composición.
Abajo en la caldera la extracción del azufre se hace a través de un proceso artesanal y colorido, que a primera vista ya luce despiadado. Inmensas fumarolas de dióxido de sulfuro emanan sin descanso por las fisuras cambiantes y ácidas del volcán. También es ahí, dentro de ese pequeño infierno, en donde los mineros oficialmente comienzan su labor. Respirar es casi imposible. La concentración de gases es 40 veces mayor a la tolerable por el cuerpo humano y eso hace de esta, sin discusión, una de las zonas más tóxicas del mundo para trabajar. La única protección que estos hombres conocen, e inocentemente se permiten, es un trapo húmedo que con fuerza, y mucha fe, aprietan inútilmente dentro de sus bocas. Allí, entre esos vapores malignos, los mineros canalizan hábilmente, gota a gota y con ayuda de tubos de cerámica y roca, todos los gases que días de espera condensan y transforman en un líquido amarillo, a veces rojizo, que luego, ya transformado en azufre solidificado, fragmentan con pesadas barras de metal.
Es casi doloroso verlos toser y tratar de respirar en ese ambiente. Entran y salen de ese infierno obligatorio tantas veces como su fuerza interior y necesidad se lo permiten. La dinámica es la misma siempre: trabajan, tosen, salen, secan sus ojos llorosos, se limpian el rostro, tosen más, se incorporan nuevamente. Los bloques son cortados en porciones precisas que caben justo en el área de cada una de sus cestas. Su cálculo inicial dice que para el momento de emprender el retorno al campamento base la carga sobre sus hombros debe pesar entre 90 y 100 kilos en promedio.
A partir de ese momento, por ese ascenso serpenteante que también ha visto a algunos tropezar y morir en las profundidades del abismo, reina el silencio. Suben pausados, concentrados siempre en el siguiente paso. Cada tanto se detienen y reacomodan su carga en cualquiera de los callos inusuales, impresionantes, que el tiempo y el maltrato constante han formado sobre sus hombros. En las zonas más amplias y seguras del recorrido descargan por minutos y toman los dos únicos descansos que siempre tienen contemplados. Ahí beben agua, respiran aire limpio nuevamente y en su idioma tal vez comentan de lo trágico de sus vidas o de lo inhumano de su trabajo, que es lo mismo. Ya en la cima del volcán lo más duro ha pasado. Les ha tomado poco mas de una hora recorrer esos 200 metros antes de descolgarse en un descenso acelerado que apenas interrumpen por minutos, frente a una casa abandonada en la mitad del camino y en donde ellos mismos hacen uso de una balanza romana, que les facilita los primeros cálculos de su ganancia. Cargan y se encaminan nuevamente esperando que la pérdida natural del recorrido no supere los dos kilos.
Casi cuatro horas pasan entre su partida y la llegada al campamento base. Una vez allí abandonan sus cestas en el piso y se relajan frente a la mesa de un funcionario quien, en fila organizada, pesa en una balanza más precisa y de manera oficial el azufre con el que finalmente logran llegar a su destino. El funcionario, que esencialmente se encarga de no regalarles nada a los mineros, estampa y firma un papel con la cifra final. Los mineros lo aprueban y lo guardan con recelo en el lugar mas seguro de sus andrajosas ropas e inician de nuevo el recorrido. Durante esa pausa obligada hay té, cigarrillos y sonrisas nuevamente. Los últimos metros con las cestas llenas los caminan sin esfuerzo hacia los camiones, que con frecuencia vienen y van llevándose el mineral que servirá, por ejemplo, para blanquear azúcar y para otros tantos procesos industriales que a ellos poco les importan.
En Kawah Ijen un minero experimentado logra hacer tres de esos recorridos completos antes de que finalice su jornada a las cinco de la tarde. Su paga total por el descomunal esfuerzo no será superior a los cinco dólares, y ese es el mejor salario que podrá encontrar en una zona en la que no ha existido una actividad más rentable y digna por generaciones. Kawah Ijen es un destino cruel que todos asumen con una naturalidad asombrosa y que marca a cualquiera que lo experimente de cerca. Es un destino que nadie debería merecer.
Febrero 24 2012