Quieto pa' la foto
Cobardía se le llama también a eso que se siente al querer fotografiar a un desconocido. Es un temor natural, inevitable incluso para el más avezado y extrovertido. Todo aquel que en su vida haya empuñado una cámara con intenciones más o menos serias, lo sabe. Y lo sabe porque siente que el acto de dispararle a alguien así, a quemarropa, es invasivo, violento y, en ocasiones, injustificado.
Durante muchos meses, y como terapia de superación para el problema en cuestión, el recurso más efectivo que pude encontrar durante mi vida de estudiante en Europa fue el de retratar estatuas y esculturas en todos los museos que podía y soñaba visitar. Recuerdo con especial afecto al Museo Británico y sus salas gigantescas repletas de arte clásico, robado a lo largo de su etapa como Imperio, pero generoso con el visitante que no paga un céntimo por ver la historia de la humanidad así, de primera mano.
Mi tarea fundamental por entonces era encontrar agilidad en los encuadres. Lograr que la figura humana estuviera siempre cómoda en mi visor. Más adelante busqué también con insistencia hallar algún rastro de personalidad en los ojos vacíos de las esculturas, carentes de iris, sin vida en sus miradas, tallados en figuras perfectas cargadas de vigor en cada uno de los gestos y acciones de sus rostros y sus cuerpos.
Fue así como pude retratar a Homero y a Hesíodo. También a un desconocido niño romano que concentrado y dedicado intenta extraer la espina que incomoda en uno de sus pies, o al gran César Augusto, triunfante, en un rincón azul de los museos Vaticanos. La Venus de Milo y Antínoo, el joven amante del emperador Adriano, esperaron y posaron durante siglos para mí. Lo mismo sucedió con esa madre que llena de delicadeza sostiene un racimo de uvas frescas para su hijo, distraído de la escena, y que en su infinita quietud nos hablan del amor primario que es también eterno como el mármol. Si de instantes inmortales se trataba, en el trío de Laocoonte encontré el momento justo en el que la esperanza por sobrevivir cede ante la certeza de la derrota, según dice su leyenda, señalando con gran eficacia el poder absoluto de Los Dioses sobre el hombre y su destino.
Muchos años antes de estas experiencias escuché decir al narrador de un documental cualquiera que Miguel Ángel, al ver por primera vez el torso del Belvedere (del escultor ateniense Apolonio), afirmó que esa era la obra de un hombre más sabio que la naturaleza. Tal vez fueron aquellas palabras, que me marcaron tanto, las que justamente terminé buscando y encontrando en todos esos seres muertos que aún hoy viven por obra y gracia de la naturaleza, que también es el hombre.
Homero y Hesíodo.
Niño con espina.
César Augusto.
Venus de Milo.
Antínoo.
Adriano.
Las uvas.
Laocoonte y sus hijos.
Torso del Belvedere.
Abril 12 de 2012.