Castelo
Apareció como de la nada. El viejo no buscaba plata ni comida. Solo hablar. Me abordó sonriente y saludando en varios idiomas según creía adivinar mi nacionalidad. En buen inglés preguntó de donde venía y le respondí. Quiso saber por qué visitaba su ciudad. Le dije que Penang era una parada obligada en mi camino hacia Indonesia. A la mañana siguiente atravesaría el estrecho de Malaca y un satay de pollo era todo lo que me antojaba esa noche antes de dejar atrás las tierras de mi héroe Sandokán. A eso había salido del hotel.
Se presentó. Dijo llamarse Castelo, que en realidad era solo una variación que le hizo siempre a su apellido original, “Castillo”. Hijo de español y madre malaya, el viejo Castelo rondaba los sesenta y cinco años aunque hubiera podido también tener noventa o cien. Era flaco y pequeño, muy tostado por el sol. De pelo y barba blancos y escasos. No más de tres dientes asomaban de su boca grande y alegre.
Me contó que pronto cumpliría cuarenta años al servicio de la Marina Mercante Malasia. Lleno de orgullo aseguraba que en todo ese tiempo había podido caminar y recorrer los puertos y ciudades más importantes del planeta. Guardaba especial afecto por Ámsterdam, San Petersburgo, y sobre todo, por Barcelona. De Colombia sabía casi todo acerca de nuestra desaparecida Flota Mercante y uno que otro dato de las colombianas. Había pisado Barranquilla alguna vez pero no era mucho lo que recordaba.
Pasado un rato le invité algo de comer. Ya más en confianza me mostró sin pena un par de cicatrices recientes y desagradables en la parte baja de su torso. Todas, según él, producto de un tratamiento contra el alcoholismo al cual había sido sometido días atrás. Se me ocurrió preguntarle por lo más difícil durante ese tiempo que había pasado sin moverse en una cama de hospital. Respondió que de todo lo malo en ese encierro, no poder ver el mar desde su ventana había sido lo peor.
“I have seen the world. And there is nothing like the sea” –suspiró.
Luego habló largo acerca de los mares que dominaba, de los azules que recordaba. De lo especial que era no ver tierra firme durante semanas. De lo feliz que todo eso lo hacía. Quise saber si alguna vez se había casado. Si tenía hijos por ahí. Me miró extrañado. Afirmó que eso es algo que jamás hace un hombre que se “casa” con el mar.
“I’m a really bad muslim and a very good seaman, you know” –agregó
Decía que las mujeres eran la mayor fuente de problemas en la vida de los hombres. Que por eso evitó siempre todo tipo de compromiso y apego hacia ellas. En sus propias palabras, su éxito, después de tantos años, estuvo en haber podido aplicar con toda disciplina cada día su filosofía personal e imbatible de las cinco “efes”. Le pedí que me explicara, y con seriedad me respondió:
“Find them, feed them, feel them, fuck them, forget them”.
Estalló en una carcajada y se despidió con un abrazo. Desapareció casi como empujado por el viento en medio de la misma oscuridad de la que había salido. Volví al hotel sin haberle hecho una foto. No llevaba la cámara conmigo y esos recuerdos fueron todo lo que me quedó. Nunca supe nada más de él.
Ocho años más tarde me encontré de nuevo frente a marineros iguales a mi amigo malayo. Trabajaba en un libro sobre veleros internacionales que llegaban a Cartagena para un evento de la Armada en el 2006. Me acordé de Castelo. Recordé su amor profundo por el mar. Retraté entonces a algunos de esos navegantes muy de cerca y en cualquier rincón de sus naves. No quería encontrar en ellos nada de él, por supuesto. Me inquietaba dejar registro de la mirada y existencia de ese tipo de personas; de esos hombres que son felices viendo a su alrededor nada más que el horizonte durante meses o semanas y que en sus corazones sienten que eso es tal vez lo más parecido al verdadero amor. O por lo menos así se lo entendí siempre a mi viejo amigo Castelo.
Bogotá. Octubre 30 de 2013.