Los hermanos Katmandú

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Sucedió cerca de una de las Plazas Durbar en la ciudad antigua, a no más de dos o tres cuadras del palacio real, que es el corazón de Katmandú. No tardé mucho disparando esa única foto antes de alejarme sin haber compartido más que un saludo sencillo con los personajes de la extraña ventana. Recuerdo haber sentido todo como un breve embrujo. Me tomó casi dos años volver a casa y ver la foto ampliada por primera vez.

Por muchas razones es una de mis tomas favoritas. Con esa foto comprendí que mi oficio es también la respuesta veloz a un impulso parecido al enamoramiento. Uno avanza por la vida, ve algo que de la nada lo seduce. Apenas un trozo pequeño de la realidad y el entorno. Ahí encontramos formas, tonos, gracia, luz y detalles que nos atraen e impulsan a hacer lo que se necesite para atraparlo y atesorarlo todo en un instante. Lo hacemos y esperamos que todo haya salido bien pero que además cuente con un toque de eso que no sabemos nombrar, pero que lo convierte en algo sublime.

Fotografiar es enamorarse y ahí seguido entrar en el terreno del azar. Puede funcionar, puede no hacerlo. Le ponemos fe a todo lo que hacemos. A cada ajuste en la cámara. A cada intento de transformar la luz, la que vemos y la que no. A cada milímetro que nos acercamos o nos alejamos, que subimos que bajamos. No son más que variables parte de la apuesta. Deseamos y hacemos cosas para que esas decisiones resulten, en lo posible, en un clásico de nuestro arte. Ese es el compromiso siempre.

Los hermanos Katmandú, así le digo cuando la veo. Esa toma fue una lección temprana de cómo debía ser para mi cada foto de ahí en adelante.

 

Katmandhu Rozo Nepal

Agosto 19 de 2014

 


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