¡Ahí está pintado!
Nueve mil doscientos sesenta y cuatro millones de pesos. Eso costaban las 145 millones de acciones que Fernando Londoño Hoyos obtuvo de manera fraudulenta y ventajosa durante el proceso de privatización de la firma Invercolsa en 1997. A pesar de que fue hallado culpable, y de que se le ordenó devolver lo que no era suyo, a la fecha nada de nada ha sucedido con el caso pues los hombres poderosos de Colombia, por defecto, son inocentes así siempre les demostremos lo contrario.
Al Dr. Londoño la Procuraduría lo ha inhabilitado en dos ocasiones para ejercer cargos públicos y por un buen número de años: calumnia, tráfico de influencias, prevaricato, son palabras que destacan y se repiten en la hoja de vida de este prestigioso abogado que se desempeña hoy como presidente del Centro Democrático.
El día que tuve que retratarlo ya no era más el ministro del Interior y de Justicia del primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Meses atrás, a finales del 2003, había renunciado presionado por el tamaño y el alcance de sus escándalos: los legales y los ilegales. Era el segundo trabajo que me asignaban en la revista SoHo y el primer retrato que hacía para un impreso en mi vida.
Llegué a la hora acordada a su apartamento en una exclusiva colina de Usaquén. Mi cita para fotografiarlo no tenía nada que ver con ninguno de sus líos ni con nada alrededor de su papel en la política nacional: mi foto acompañaría un texto de su autoría titulado “Cómo se hace un amigo imaginario” Un párrafo en el cuál, a manera de receta de cocina, el ex ministro nos guía y aconseja sobre cómo hacernos a un buen amigo en esta vida.
Mi idea era hacerle un retrato relacionado con el texto. Le propuse una foto subjetiva en la cuál él, café en mano y en pijama, posaría mirando a cámara en un encuadre bien abierto y vertical. En primer plano una segunda taza de café haría sentir a quien la observara que estaba allí, con él, casi que brindando con un tinto mañanero en la cocina de su casa.
Me dijo que no. Que tenía afán y que antes de cinco minutos sus escoltas aparecerían por la puerta principal para llevarlo a otra cita. Que me apurara. Lo dijo de manera muy cordial pero eso era lo de menos. Mi plan se desbarataba y el tiempo que me daba no era suficiente para pensar en nada que me funcionara. Di un par de vueltas por su sala con la respiración medio agitada. Vi el sofá, los cojines, el cuadro, su traje, los colores, el brillo, la pompa, toda su condición. Le pedí entonces que se sentara y se sentó como se sientan los abogados. Para aligerar su rigidez le sugerí que dejara de cruzar los brazos y se tumbara en el sillón; que extendiera un brazo y luego el otro hasta que lo vi cómodo y relajado en medio de esas dos almohadillas que parecían casi como de oro. Disparé unas pocas veces y me despedí. Preparé la foto en casa y me fui a entregarla a tiempo para el cierre.
Me sentía ansioso. No estaba seguro de que funcionara o de que pudiera pasar los filtros de la revista. Entregué el CD y antes de un minuto se abrió frente a todos en la redacción mi primer retrato editorial. Después de un breve silencio todas las angustias y nervios que venían acompañando mi debut desaparecieron con las palabras de Daniel Samper, el director, quien con firmeza, y sin quitar los ojos de la pantalla, dijo:
- ¡Ahí está pintado ese bandido!
Febrero 6 de 2018
F