Cambuche
Fue un evento inusual. Colmado de ingredientes exóticos por donde se le mirara. Fue un ejercicio de convivencia, de relajación, de música y de paz en medio de la selva, antes que un típico cubrimiento periodístico. La X Conferencia Nacional Guerrillera de las FARC, sería la primera y última que este grupo armado llevaría a cabo públicamente desde su formación casi seis décadas atrás, y los llanos del Yarí fueron el escenario escogido para su descomunal montaje: “El Woodstock fariano, FARC al Parque”. Así le decíamos por ahí muchos de los asistentes durante aquella semana de septiembre de 2016; apenas días antes de que votáramos el plebiscito por la paz.
Hectáreas de paisaje de sabana, con bloques incrustados de selva espesa cada tanto, acogieron con relativa comodidad a cientos de guerrilleros rasos, comandantes de frente y a su Secretariado en pleno, así como a pobladores cercanos, que como pudieron, llegaron hasta allí con sus restaurantes móviles y todo tipo de comercio a cuestas: ropa para dama y caballero, souvenirs revolucionarios, fundas para celular. Universitarios, campesinos, ONG’s, personalidades nacionales. Una muestra de casi toda Colombia también pasó por la vereda El Diamante a saludar.
Zonas de camping y 500 caletas fueron construidas para albergar a la guerrillerada y a unos 900 periodistas acreditados de 300 medios de comunicación de todo el mundo. Había fiesta, había licor, muchas menos armas de las que todos imaginábamos dando vueltas por ahí, y un escenario principal con muy poco que envidiar a cualquiera de los del Estéreo Picnic. Por allí vimos pasar a artistas como Totó La Momposina, Alfredo Gutiérrez, Los Carrangueros de Ráquira y Los Rebeldes del Sur, la orquesta de salsa del frente 32.
Había fiesta, había licor. Una noche tarde, ya cerca del final de la conferencia, quise hacer tomas de larga exposición para aprovechar el cielo limpio y estrellado que por el momento cubría a tamaña locación. Solo tenía la cámara y el grado de alcoholemia justo para ver de manera lúcida, que una silla Rimax era el mejor reemplazo para el trípode que en ese momento no podía tener. Salí de la carpa-discoteca, en la que nos revolvíamos todos con todos cada noche a tomar y a bailar después de los conciertos, y caminé arrastrando la Rimax disparando hasta llegar, un kilómetro y tanto más tarde, al bosque en el que estaba mi cambuche y el de mis demás compañeros periodistas.
No tenía sueño. Faltaban cinco para las tres. Arrastrando aún la silla, se me ocurrió entonces darle vueltas a mi campamento haciendo fotos de los cambuches de los otros. El terreno no era el más cómodo para mi montaje ni para mis intenciones, pero ya estaba en ello. Después de cada esfuerzo por acomodar la silla, componer y enfocar en medio de la noche, pasaba a pintar de manera dedicada todas las tomas con la luz de mi teléfono por un lapso de 8 segundos (diafragma f 5.0, ISO 2500) cada vez. Me movía de manera ágil y silenciosa. O por lo menos eso creía pues apenas un par de madrazos recibí desde algún rincón de esa selva negra por andar de inoportuno alumbrándoles el sueño a los demás. Ya estaba a punto de completar una hora de “trabajo”, cuando en medio de la oscuridad un hombre joven, medio adormecido, se me acercó cordialmente y me ofreció un trípode que llevaba con él: –Tome hermano, me lo devuelve mañana, me dijo, y se volvió a meter en su cambuche. Se lo agradecí y seguí adelante. Terminé una media hora más tarde y me fui a dormir. Al día siguiente, quién lo creyera, me costó casi más trabajo encontrar al joven estudiante para devolverle su equipo, que toda la faena fotográfica que pocas horas antes me había mandado, merced de unos cuantos traguitos.
Les comparto aquí las 12 fotos que cuentan mejor todo este cuento.
Abril 16 de 2018